Nechi Dorado
Ilustración: obra de la artista visual
argentina Beatriz Palmieri
Esta historia sucedió hace muchos años, cuando sobre el cielo de mi
tierra, gordas nubes de plomo, comenzaron una danza alocada. Cuando la
primavera asomó salpicada de sangre de pueblo trabajador y una caterva de
caranchos, con insignias doradas en el pecho,
afilaba sus garras desgranando pedazos a la historia. El odio de clase,
predecesor y sucesor de otros enconos de sinrazones, irrumpió en la escena nacional pisoteando el
derecho al trabajo y a la decisión.
Mi hogar padeció situaciones de espanto, pero jamás hubo permiso para
llantos ni demoras, sí en cambio, se abrió
paso a la palabra resistencia alcanzando un sitio de honor en nuestra mesa.
En las interminables noches de ausencia de mi padre, seguramente
viendo la tristeza en mis ojos de niña, mamá me enseño que la lucha por los
derechos era imprescindible y realmente fui incorporando esa idea. Aprendí que
las lágrimas, muchas veces, hay que transformarlas en bronca motora de
instancias superadoras, imprescindibles.
Como docente y militante y por si eso
fuera poco, como compañera de un dirigente político-sindical, perdió la
posibilidad de acceso a empleo formal, pero supo saltar el obstáculo. Fue
entonces, cuando la sala de casa se llenó de banquetas y de niños inquietos que
necesitaban apoyo para sus tareas escolares,
la familia que podía pagar lo hacía,
los niños cuyo entorno era muy pobre, tomaban clases igual.
Aprendí en aquellos tiempos qué cosa era
la sensibilidad social y con los años
pude ver cómo ingresaba en terapia intensiva.
Todos los días por la puerta de
casa pasaba un señor con un carrito tirado por un caballo marrón con una mancha
blanca en la frente, voceando: “botelleeeeroooo, botella, trapo viejo, mueble
viejo, diario viejo p’a vender, boootelleeeerooooo”. En primavera, cuando comenzaba a apretar el
calorcito anunciando la inminencia del verano, mamá dejaba la puerta y las
ventanas abiertas para que la brisa se
colara; además, el lugar se convertía en
una especie de atalaya desde donde podía observar mis juegos en la calle.
Una tarde, el botellero, detuvo la marcha de su caballo en la puerta
de nuestra vivienda. Ahí me enteré que la tracción a sangre en realidad era una
yegüita y se llamaba Palmira.
¡Fue tan hermoso ver a Palmira mordisqueando el pastito que crecía
bajo el árbol que daba sombra a la casa, que se me ocurrió convidarla con mi
chupetín! Deduje que tendría hambre y
era el único paliativo que encontré a mano. O a boca, para hablar
correctamente.
Palmira, supuse que agradecida, lamió el dulce y esa fue la primera
vez que compartí una golosina con una caballa con manchita en la frente. Una
lamida ella, otra yo y ambas nos mirábamos a los ojos estableciendo una
comunión sin hostias, sin genuflexión y
sobre todo con desprendimiento absoluto del
sentimiento de culpa. Por suerte mamá se distrajo perdiéndose el
espectáculo de la relación recién nacida entre su hija y la yegua. No se si la
hubiera apoyado, todo bien con intercambios bípedo-cuadrúpedo, pero me refiero a eso de los lengüetazos…
-Cuidámela, pidió el botellero
y se paró en la ventana mirando hacia adentro. Mi madre interrumpió su clase y
se dirigió hacia donde estaba el hombre.
-Buenas tardes, compañero, saludó ella. ¿Puedo ayudarlo en algo?
(¡Claro, eran tiempos en los que para
alguna gente un trabajador no representaba un peligro inminente sino que era parte de una unidad clasista!)
-Perdone, señora, pero ¿sabe? Yo dejé la escuela en segundo grado,
después hubo que salir a ganarse la vida para ayudar en casa. Cuando veo chicos
estudiando me da un nudito aquí, agregó tocándose la panza.
-¡Pero yo podría dictarle clases! Puede venir mañana mismo,
coordinemos un horario y tiene las puertas abiertas, respondió mi madre. Ni
piense en tener que abonar nada, usted debe terminar su ciclo y lo ayudaré con mucho gusto, agregó mamá enfáticamente.
-Gracias señora, pero es tarde ya, respondió, no tengo tiempo. Solo
quería contarle que me gusta mucho la poesía, escribí algunas y si usted quiere
se las dejo y me da su opinión. Eso sí,
por favor que nadie las vea, porque yo
tengo muchas faltas. Una vez se las mostré a una mujer muy preparada
y me dijo que eso no era poesía, que
había reglas para ser poeta y sobre todo debía no tener errores. Seguro que
tenía razón, por eso dejé de hacerlas, pero guardé algunas y por ahí a usted le
sirvan y se las pueda leer a los chicos, pero que no las lean ellos, casi rogó.
El botellero dejó un pilón de hojas amarillentas en manos de mi madre, saludó con la misma
cortesía con la que se presentó y acarició mi cabecita antes de subir al carro
y llevarse a Palmira, que a la vez se llevó mi chupetín, lo que no me causó
ninguna gracia.
-¡Yegua maleducada! dije tirando la piedra de la rayuela contra las
huellas que dejaba el carro que se alejaba. (Hoy toda huella que veo me sabe a
chupetín)
Cuando terminó la clase, los chicos comenzaron a burlarse y con
sobrados motivos:
-¡La yegua te robó el chipetí-iiiin, la yegua es más viva que
vo-ooosss, cantaban con la espontaneidad
maravillosa que las criaturas tienen y van dejando por los caminos de la vida a
medida que se va madurando! ¿Madurando? Bueno, así dicen. ¡Qué se yo!
Entré a casa mascando bronca, indignación y amasando las ganas de
tirarle piedrazos al día siguiente, cuando Palmira pasara por la calle como
todos los días. Y cuando volvieran los chicos…
De pronto vi a mamá secarse lágrimas que se deslizaban por sus
mejillas suavecitas como el algodón.
-¿Por qué llorás tía? Preguntó Griselda, (Pochita) mi prima que era
seis años mayor que yo y con la que mami hablaba de mujer a mujer, aumentando
mi bronca. En ese momento encontré una nueva víctima para la venganza del día
siguiente: ¡Pochigriselda, a vos también te voy a hacer algo! pensé aunque no
lo dije en voz alta.
-Leé Pochita, fíjate como siente este hombre, invitó mamá.
-¡Ay tía!, respondió mi prima pasando sus ojos sobre el papel ajado,
me gusta pero tiene muchas faltas de ortografía, escribió hacer sin hache y ver
con b larga.
Mami acarició la cabeza de Pochi, la abrazó como siempre hacía pese a
mis celos infantiles que se descargaban en mis dientecitos que a la vez mordían
mi lengua, antes de explicar:
-Pochita, cuando pase el carrito pensá que allí va un poeta innato. Un
hombre que no tuvo la posibilidad de acceso a la cultura. Hay montones como
él y son los eternos invisibilizados en
un mundo donde las reglas las imponen entre palabras difíciles.
-Este hombre hace hablar su alma y eso debemos sentir, siguió diciendo
mi madre. Son latidos los suyos y como tales,
lo celebro e incentivo más allá de reglas ortográficas, agregó.
-¿Pero es poesía eso? Preguntó mi prima.
-Para mí sí, respondió mamá, pero
no soy ni quisiera ser crítica literaria. Apenas llego a preguntarme
si acaso no sirve la poesía cuando nace
en la mesa sin pan, en la mesa sin vino del obrero. Este hombre, como
tantos, habla con la simpleza del que no recorrió páginas porque no pudo,
¿pero, quién puede desvalorizar lo que siente? ¿Un verdadero artista? ¡Para mí,
no. De ningún modo!
-Hay gente que erige monumentos a la cultura aún con ausencia absoluta
de herramientas literarias. Gente que es capaz de negarle un tiempo al
descanso, luego de durísimas jornadas
que encallecen sus manos y llenan el cuerpo de sudor rancio. Gente que termina
siendo arrojada como paria por los senderos de la vida selectiva que sacraliza
intelectos descalificando esfuerzos, completó su idea mamá, aunque yo no
entendía nada, menos con chupetín arrebatado…
Griselda y yo recordamos la historia muchas veces cuando mami ya no
estuvo físicamente, porque a un médico irresponsable se le ocurrió escribir la
peor “poesía” al dolor, nacida de un
error imperdonable.
Aprendí aquel día de hace tanto, que bien
puede la poesía crecer sobre huellas de barro congelado, o sobre terrones de
polvo transpirados aunque termine dando
vueltas carnero en algún cajón inexplorado… Aprendí que el desconocimiento de
las reglas ortográficas no es obstáculo facilitador de que el corazón quede encriptado.
Como te dije antes, esta tarde recuerdo y de paso confieso, también acabo de perdonar para siempre a
Palmira.
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