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miércoles, 11 de febrero de 2015

Mis muertes que no fueron

Mis  muertes que no fueron
Nechi Dorado
Ilustración: “Guerra” de la artista visual argentina Beatriz Palmieri
Cuántas veces me morí, me sentí suicidada. Me imaginé gen recesivo, Diana cazadora sin flecha, Juana de Arco sin espada, Alfonsina sin mar, Cibeles sin leones. Yo sin mí. Siendo tantas para terminar siendo ninguna.
Comencé a morirme de a ratos, como dije, suicidada. Me moría de día y revivía de noche, cuando todos dormían y  podía desplegarme tal como  creía ser: rebelde, puro impulso, paridora de alegrías y enterradora de angustias. Llanto y risa, mariposa y ancla; una cosa de carnehuesoarteriasvenassangrehumores, siempre viva aunque no lo consiguiera del todo.
 Me suicidaba al despuntar el día; a veces se puede pasar la vida muriendo por momentos, respirando sin oxígeno, mirando sin ver y escuchando aún con los oídos perforados por el estampido del silencio, que asesina sin necesidad de uranio ni plutonio.
Fui sintiéndome, en este trajinar descolocado, como un ente sin rostro trepando como un mono por las aristas de la vida, siendo todo y siendo nada. Apenas durando en la tremenda telaraña donde quedan atrapadas las ilusiones.
Aprendí a tomar lecciones de acerbidad eliminándolas al  pretender elaborar la tesis final. Aprendí a subir escaleras apareciendo en el suelo sin caer y asimilé que la luz a veces enceguece tanto que termina dejándonos sin la posibilidad real de observar.
Traté de andar despejando mis tinieblas y me metí de lleno entre la bruma, tantas veces, que ya ni pude contarlas.
Asistí a mis propias exequias y me alegré en cada resurrección, nunca bendita (mucho menos bendecida) más bien terrena, afirmada en una nube con rueditas que me va acercando a la estación que quiero.
Y así espero seguir en este trajinar dentro del caos donde…
¡Donde me parece descolocado hablar de mí cuando hay tanto por decir de nosotros y yo aquí, perdiendo el tiempo en esta divagación ego centrista!
¡Hay otra realidad colectiva fuera de esta que soy y  de lo que creo sentir! ¡Hay otra sustantividad que está más allá de donde copulan fronteras de la muerte en serio, del descarne verdadero, donde no soy  protagonista sino simple testigo involuntario y puedo ver que huestes de algún infierno trastocado se abalanzan sobre tantos, inseminando el virus más peligroso que no tiene origen en el África olvidada hasta por la historia corriente!
¡En esta realidad tan ajena como propia, genocida: Acomete la estrella de seis puntas clavándose en los intestinos de niños cuya “arma letal” fue la sonrisa, fiel compañera de la alegría irrespetuosa de vivir sin obtener permiso  para ello!
¡Asola el norte feroz sobre ¿cuántos pueblos?!  ¡La estatua prostituta  yergue su antorcha símbolo del incendio  del mundo y  tiene hambre de guerra, de vísceras, de sangre coagulada, de tendones y músculos! ¡Tiene hambre de niños y de viejos, de recursos no propios sino adquiridos a fuerza de terror y llanto!
¡Tiene espanto en sus ojos de cemento bilioso descompuesto y está dispuesta a saciarlo como sea!
¡Irrumpe la ambición más descarnada por encima de la lógica irreversible volviendo loco al mundo que se parte, se incinera, se desgaja; se ahoga como se ahoga el niño por nacer en la placenta desprendida antes de tiempo!
¡Y yo aquí, irresponsablemente, contando de mis muertes que no fueron, de mis estúpidos suicidios, de mis yo sin mí, de esas tantas sin  llegar a ser ninguna!
¡Y yo aquí, perdiendo un tiempo de oro que no vuelve, describiendo mis sentires  con tanta cosa para hablar que no alcanzarían las vidas de cien mil gatos para describir con la ecuanimidad que corresponde!
¡Y  me avergüenzo!

                                                    



Ella cree y no cree

Ella cree y no cree
Nechi Dorado
Ilustración: “Colibrí”, obra de la artista visual argentina Beatriz Palmieri
Ella va por la vida con paso cansado arrastrando penas y alegrías, portando como autodefensa permanente una sola arma bien cargada, prolijamente controlada como para que nunca falle si hace falta: su sonrisa.
Ella cree que hay castigos y no juicios  pero no cree en dioses ni en demonios aunque crea que algo, más allá de lo tangible,  puede andar circundando cada  momento que transcurre mientras el tren de la vida tritura guijarros con dirección efectiva entre las vías.
Ella sabe que hay gente que se  viste con piel de cordero pero es lobo feroz. Y sabe que existen flores y también,  plantas carnívoras pero no cree que devoren hombres, sino insectos.
Cree en entelequias pero no cree en perfecciones aunque jamás profundizó en esquemas filosóficos.
Ella cree que hay noche y que hay día, que hay luna, hay sol y que hay estrellas. Que hay amor y que hay odio, que hay bien y hay mal. Que hay sinceridad e hipocresía.
Ella no cree que lo blanco siempre es bueno o que lo negro, indefectiblemente,  es malo; ella no cree en estigmatizaciones aunque sabe muy bien que sí,  existen.
Ella anda sola aunque a su lado caminen montones de personas, siendo esa soledad su amiga inseparable por esas cosas tan extrañas de los andares. No acostumbra  pedir, rogar y mucho menos suplicar, trata de ser racionalmente irracional, o quizás, irracionalmente racional aunque en realidad cree que no lo ha logrado, todavía.
Podrá parecer extraña, misteriosa, trashumante,  pero yo miro sus ojos y leo en ellos como quien dirige su mirada  a un libro abierto. Y conozco su pena, la última, la más desgarradora entre otras no menos desgarrantes. La que le permitió deducir, sin tanto esfuerzo,  que una gran pena arruina, muchas veces, a la más bella alegría. Lo aprendió como quien asimila una lección dictada a cachetazos un día en que frente al mar se le ocurrió contarme que ella cree y no cree cuando se trata de diferenciar a la vida de la muerte.
Me contó que hubo una vez en la que un pequeño colibrí le susurró al oído antes de emprender un viaje hacia la nada.
 -Mi pequeño colibrí, me dijo ella:
-Fue una mañana de aquellas que uno no quisiera sufrir de ningún modo. Quedó como tatuada a fuego sobre los jirones de un alma incinerada, que era mía.
-Fue una mañana de esas en las que como frente al golpe artero de
un hachazo,  se derrumbaron esperanzas amasadas.
-Mi pequeño colibrí alzó su vuelo incierto, no se, rumbo a cualquier
estrella de fuego. Voló con la fuerza de un águila imparable
rumbo a algún pozo  insondable que no estaba abierto, en mis sueños.
-Ni imaginado siquiera. Y siguió contándome:
-Mi pequeño colibrí alzó su vuelo confundido entre nunca de olvidos y  siempre de recuerdos. Y ya no pude verlo, ¡tan alto que voló y yo lo esperaba con mis brazos abiertos, ensayando caricias para darle, ni bien llegara a este mundo tan complejo!
-No me dejó mecerlo. Tampoco pude cantarle alguna nana tal como hiciera mi abuela cuando me acunaba entre sus brazos tiernos.
-Mi pequeño colibrí alzó algún vuelo dislocado, errante, abandonado
de mi mano, en la que hoy  falta la suya.
-Y yo, -¡tan fuerte yo,  según me creen! No fui capaz de seguir ese vuelo, tan solo quedé observándolo de lejos, paralizada, inmóvil, enredada en una nube de pánico asfixiante.
-Y él, tan pequeño, indefenso, solitario, pudo cargar en su piquito de oro
un trozo del alma rota, que era mía.
-¡Tan solo estaba mi pequeño colibrí! ¡Tan solo estaba! que alzó su vuelo eterno sin darme tiempo, siquiera, para entregarle un beso. Apenas pude bañarlo con mi llanto.
-Se alejó dejándome los ojos oxidados,  el corazón sangrando casi yermo y esta tristeza infinita que no cesa, anclada en mis sentidos.
-Por eso creo y no creo, dijo ella,  porque no encuentro explicación cuando de los ojos brotan lágrimas y alguien dice que apenas si son pruebas a las que debés aceptar, ser sometido.
-Es entonces, amiga mía, continuó diciendo, cuando tu alter ego se formula mil preguntas que nadie habrá de poder responder de ningún modo. Sin embargo, pese a todo,  sigo creyendo que es ilusorio que los conejos vivan en el estómago de las galeras. Pero no creo que el sol pretenda  clandestinizar a gritos a la luna.




         

martes, 2 de diciembre de 2014

Quise escribir un poema...


Nechi Dorado
a Pablo Neruda
Imagen: Fidel y Pablo Neruda, tomada de Internet

Quise escribir un poema en tu memoria
y volví a releer tu vasta historia.
Encontré aquellas letras engarzadas
“…puedo escribir los versos más tristes
esta noche…”
Y cayó paralizada
mi palabra.

Luego te reencontré, cuando dijiste
“Cuba, mi amor, te amarraron al potro,
te cortaron la cara…”
Pensé que no, que allí no han podido cortar nada
pero atacó el pudor y cayeron
avergonzadas,
mis humildes letras.

Seguí buscándote en cada verso
en cada frase.
Como aquella en la que dejaste impreso
un trozo de tu alma:
“…Todos los frutos de la vida
crecerán en mis manos
acostumbradas antes a la pólvora…”
Y otra vez enmudeció mi pluma
de novata irrespetuosa, pretenciosa,
que aspira a decir algo
¡Cuando ya lo hubiste dicho todo!

Entonces, cabizbaja,
embargada de emoción y de respeto
alcé mis ojos hacia el cielo
y me adentré en el silencio más sentido.
El que hoy me obliga a comprender
que más allá de tu partida incompleta,
tras leerte y saborear verso por verso
de tu numen creador,
¡Hermano compañero!
El respeto me obliga
a guardar mis palabras
tal vez, para otro día…

Pablo de nadie, Pablo del silencio


Nechi Dorado
Ilustración: “Pablo de espuma” realizado por alumnos del taller de la artista plástica Beatriz Palmieri
Aquí nomás, en un pueblito costeño donde rompen las olas del mar postrándose ante  la arena  pasa sus días un ser incompleto, mitad hombre mitad niño que siempre se me ocurrió  de espuma. Que se me ocurrió de arena.
Ver a Pablo deambular por las calles es estar frente a la imagen del abandono más imperdonable, es como presenciar el epílogo de una profecía ya que todo el pueblo vaticinó que el joven inacabado representa un peligro para los vecinos, sobre todo para las pocas  personas que acariciamos sus pelos duros de mugre, donde el salitre compite con los piojos para ver quién dura más en esa cabecita.
Todos hablan de lo arriesgado que resulta que el chico ande deambulando  por las calles donde los baches parecen bocas abiertas dispuestas a deglutirse todo y que más de una vez  nos han hecho pensar si los misiles que se arrojaron en las guerras de oriente medio, no habrían impactado por sobre ese pavimento resquebrajado.
Pocos murmuran en voz baja por las dudas que los árboles escuchen y transmitan lo que realmente deberían haber transmitido los vecinos: la realidad tenebrosa de ese Pablo; la ausencia absoluta de las obligaciones del estado; de las instituciones que deberían ser contenedoras de jóvenes en su misma situación; de las iglesias a pesar de que hay tantas en la zona que hablan de pecado y amor al prójimo cuando nadie sabe quién será ese famoso prójimo y qué cosa tan extraña es el pecado que siempre asienta sus bases sobre la marginalidad. La  ausencia evidente de organizaciones autoproclamadas de derechos humanos que tampoco se dignaron averiguar quién se debe hacer cargo de esa especie de alma errante, vagabunda, despreciada.
De haber un paro general y contara con la misma fuerza que tuvo la ausencia de protección para este joven y tantos en su misma situación, seguramente cualquier país vería resquebrajados los cimientos de la inoperancia histórica. De la desidia más obscena.
Pablo, el que me decía “yo te cuido, doña”, un día dejó de hacerlo atrapado ya de lleno en las garras de la droga que  le ofrecen y se sabe quiénes, aunque de eso no se hable tampoco por considerarse peligroso. Aunque a esos se los llame señores en lugar de mafiosos, dado que el miedo suele reverenciar lo inmundo. Porque en ese, como en todos los pueblos costeños la bruma del mar que invade las calles en las noches crudas del invierno, tapa también realidades  desde lo impúdico del olvido. Allí todos saben muy bien quién es quién. Quiénes son los que viven sin trabajar gozando de privilegios, comiendo todos los días, enmascarados tras antifaces cínicos trasladándose en  autos de alta gama que ni intentan ocultar lo inescrupuloso de su accionar permanente.
Pablo se volvió agresivo, es decir, descubrió su acritud escondida entre los retazos descoloridos de la infancia, mucho antes  de cumplir sus dieciocho años vacíos de amor, repletos de hambre y miseria. Si alguien me preguntara si existe  superlativo de la palabra  miseria, diría que no tengo dudas  y lo mencionaría con su nombre, Pablo.
Al joven-niño porque su cerebro partido por la indigencia y por su genética lo dejó estancado en los siete años, se le prohibió la entrada a la escuela.
–Es muy agresivo, justifican. Golpea a sus compañeros, los lastima, tiene la fuerza de los locos, agregan, como para evidenciar que no es posible contenerlo y tal vez es cierto que no resulte fácil. Lo que nadie dijo fue que Pablo reprodujo lo que la vida le  enseñó desde que abrió sus ojos al mundo hostil al que arribó, seguramente sin que lo llamaran. Empujado por la promiscuidad en alguna de esas noches donde el amor se vuelve ausente para dar paso al instinto,  casi animal,  embriagado por los vahos del alcohol y otras sustancias que vaya uno a saber qué extraña conjunción conforman  como para descargar espermatozoides fallados que lleguen a destino.
Pablo, con su discapacidad cerebral fue un excelente alumno capaz de reproducir las lecciones de destierro y desamparo que corrompieron su alma en este mundo corrompido por los generadores de miseria que pocas veces asustan y poco se mencionan pese a tener nombres y apellidos. Pese a esconder sus falencias vestidos con cuello, corbata y guante blanco que los convierte en señores y señoras de baja estofa, aunque respetados.
Pablo debía tomar medicación de por vida como para equilibrar el funcionamiento de su cerebro resquebrajado,  medicamentos  que nadie le compró jamás. Pablo representó para sus “tutores” un importante estipendio  mensual obtenido gracias a los favores de algún puntero que le otorgó  un subsidio por discapacidad que jamás cumplió su destino final: el equilibrio de esa mente dispersa.
Tampoco hubo quién controlara dónde iba a parar esa colaboración aunque todo el pueblo supiera para qué se utilizaba. Todos menos los que debían hacer un seguimiento de la situación de la criatura.
Al no poder ingresar a la escuela, Pablo comenzó a ir todos los mediodías a la hora que sus compañeros salen de las aulas, con el fin de agredirlos físicamente. Imagino su corta comprensión cavilando sobre  “por qué ellos pueden y yo no”. Pablo se habrá sentido un perro rabioso; Pablo fue discriminado por ser tonto, minusválido, en un mundo donde ser moreno y pobre cumple la inexorable ley no promulgada, aunque casi institucionalizada que lo condena al desprecio.
Nadie fue capaz de hablar con un juez de minoridad o si lo hicieron, cosa que no me consta ante la evidencia más angustiante, habrán hablado en arameo, como para que  nadie lo entendiera. Tampoco hubo sacerdote que lo hiciera, ni docentes, ni funcionarios porque muy cerca suyo, con vínculos no reconocidos pero existentes, hay algún guardián de la ley y ya sabemos, es peligroso tirarse contra las jinetas que pisan duro y matan con demasiada celeridad. A los pobres.
Pablo de espuma, Pablo de arena como lo llamé algún día, me enteré que semanas atrás fue ingresado en el hospital con su cuerpito esmirriado literalmente molido a palos.
Seguramente se habrá hecho el “vivo” con alguien y éste se habrá defendido. Pablo es muy fácil de estropear a golpes, la única defensa que conoce es la de agredir primero para ganarle a la vida que lo descartó situándolo en el lugar donde se ubica a los residuos.
A Pablo lo mandaban a robar porque su impedimento lo colocó en situación de inimputabilidad y el botín que los jefes compartirían con él, serían apenas unas monedas que le alcanzarían para un paquete de galletas vencidas, tanto como para engañar al hambre que retuerce las tripas y gime pero es bastante ingenuo y se conforma con cualquier cosa.
Pablo está en la cama de un hospital como una cosa depositada al azar, donde tal vez coma algo más que galletas. Tendrá por primera vez una sábana que tape los moretones que quedaron como medallas, premio al que acceden con facilidad los “delincuentes” siempre y cuando pertenezcan a la categoría de pobres de toda pobreza, de todos los días, de cada momento.
No sé cómo saldrá Pablo del hospital donde se encuentra si acaso sale. No sé qué será de él, una vez recuperado, si es posible que eso suceda. Lo único que sé es que en caso de soldarse sus huesitos descalcificados, volverá a pasar sus noches bajo algún alero en una de las tantas casas deshabitadas en invierno. Hasta que algún día, tal como le juraron que habrían de hacer en caso de que “no se dejara de joder” aparezca con la cabeza agujereada tirado entre los médanos de esa playa que vio correr su hoja de vida envuelta entre la desvergüenza de un silencio cómplice de la barbaridad más espuria.
El chico es peligroso, dicen. El chico anda falopeado*  todo el día, agregan. ¿Dónde consigue las substancias?  Lo saben todos, menos los que deberían saberlo aunque también lo sepan.
 Si tanta desidia no adquiere para la subjetividad popular un minuto de atención, estamos a un paso de una muerte anunciada, silenciada, oculta, porque la miseria social, económica y  sobre todo la humana es la peor enemiga de la vida.
Y Pablo de nadie, Pablo del silencio, también merece vivir aunque parezca mentira…
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*drogado


El loco


Nechi Dorado
Ilustración: “Loco” Beatriz Palmieri, artista visual argentina

“Un sol timorato entregado ante el avance de espesos nubarrones espectrales, atrincheró sus rayos desparejos. Avanzaba con la serenidad del que no sabe hacia dónde va realmente. Era como un ente desmemoriado girando en un mundo de amnésicos e indolentes. Desde el centro del nimbo podía sentirse un rugido desesperado que al chocar con la luz derrumbaba todo lo que encontraba. Boooommmm-boooooommmmm-fiiiiiiuuuuuuuuuuushhhhhhhhh-crashhhhhhhh… Y después vendría el silencio mojado. Siempre fue igual”
Así describía el hombre de paso trasnochado y lengua entreverada,  la inminencia de una tormenta cada vez que se aproximaba sobre la ciudad imaginaria que aparecía sombría en su mente enferma, aunque bien podría haber sido alguna vez la suya.
En el barrio lo llamaban “El loco”; sin embargo,  nunca supe si de verdad lo era,  lo único que  puedo asegurar es que ese hombre de edad indefinida, pero viejo, empujado a saltar el umbral que separa la cordura de la enajenación,  fue sobreviviente de una guerra  programada por otros hombres en un sitio que quedó tatuado en su alma para siempre.
No sé si habrá sido en Iraq, en Colombia, en Siria, o en Somalia. No sé si habrá sido en Libia, en el Golfo, o en Afganistán. Quizás fuera en Palestina ¿Cuál sería la diferencia si el denominador común es el odio irracional que se descarga generando la aniquilación del ser?
Solo pude notar que sobre su alma deshilachada  dejó raíces el dolor extremo dando frutos de obscenidad indescriptible.
Su sol timorato lo acompañó atrincherando sus rayos desparejos hasta el último instante de su desgraciada vida.
Lejos de allí, bajo astros luminosos,  otros hombres –in pace leones, in proelio cervi*, a los que nunca a nadie se le ocurrió  llamarlos locos, ultiman detalles para desatar  nuevas contienda abriendo paso a espesos nubarrones espectrales que habrán de convocar nuevas enajenaciones programadas.
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* En tiempo de paz son leones, pero en la guerra son ciervos (Quinto Septimio Florente Tertuliano (160-230), Teologista Cristiano)


sábado, 4 de octubre de 2014

La danza del silencio


Nechi Dorado
Ilustración: “Mujer-corderos” de Beatriz Palmieri.
En medio de una selva donde la vegetación crecía apretujada, cada mañana, antes de que algún rayo intrépido del sol colara por entre los copones de los árboles centenarios - o milenarios tal vez-  la mujer detenía su paso para dar comienzo a una  extraña danza del silencio.
Danza cruel.  Danza sin vida. Danza escrita en pentagramas desparejos sobrevivientes de tiempos inquisidores refrendados por escudos y leyendas escabrosas: «exurge domine et judica causam tuam. Psalm.73  - Álzate, oh Dios, a defender tu causa, salmo 73 (74)
Baile típico de los que no oponen resistencia a los más crueles destinos; el que invita a seguir cada movimiento con la pasividad inadmisible de quien se sabe deglutido por el tiempo sin hacer nada por evitarlo.
Solo ella podía escuchar cada acorde antes de introducirse en ese espiral instigador de ausencias.  Nadie en su sano juicio, mucho menos en las situaciones circundantes que se padecían en el poblado,  podía seguir aquello que parecía un absurdo ritual descolocado  en esos  tiempos convulsionados que perduran hasta hoy día.
Y se extienden multiplicando la tristeza.
Y cruzan mares y sierras, llanos y ríos muchas veces teñidos de rojo dolor, de rojo despedida forzadas, engendrando más odio, más vergüenza.
Parecía ser el descarne de un alma  sin espacio propio integrada a un mundo alocado que giraba a punto de estallar más allá de kilómetros y kilómetros de vegetación tupida amenazada también por un futuro que se acercaba a vuelo de avioneta defecando nubes tóxicas.
Era sorprendente, digamos mejor, era patético,  hasta para la vista de la propia naturaleza adyacente,   ver esa contorsión anómala  producto de la cópula obscena entre la realidad y la inconciencia.
La mujer no hablaba, no respondía cuando terminaba su baile si acaso alguien se cruzara por la misma trocha que la llevaba hacia el lugar. Sendero remarcado por las botas de quienes se atrevían a seguir otros acordes,  en ese caso, audibles: los que empujan la melodía del destino mejor que suele omitir el silencio por considerarlo herramienta funcional para la repetición de hechos execrables y  para el olvido.
Ausente de todo, uno puede asegurar que hasta de sí misma, Johana agitaba con orgullo sus cabellos color noche cerrada  que parecían olas de un mar contradictorio,  tan calmo como tenebroso.
Apenas la acompañaba una manada de corderos cabizbajos,  respetuosos  de  los movimientos que ella realizaba con el celo del artista que ejecuta su mejor obra, hasta que el último acorde del silencio estallaba,  sacudiendo las matas y conciencias, -estas últimas si las hubiera cerca-
Cuando la  estrofa final indicaba el colofón de la danza, el grotesco grupo de corderos alineados en prolijas filas emprendía la retirada rumbo a algún espacio protector que nunca se supo dónde quedaría, aunque fuera muy fácil de intuir.
Y así, con lluvia, sol, sombra y misterio protector de aberraciones, Johana regresaba cada mañana a su lugar impropio para alma humana.
Los corderos, con la mansedumbre incongruente de quien sabe que la muerte lo espera sin hacer uso del más elemental recurso instintivo capaz de garantizar su supervivencia,  seguían a la mujer de edad extemporánea que arrastraba la larguísima cadena de la calma resignada.
Corderos, mujer-danza-mutismo,  conformaban una sola figura que lograba entenderse muy bien con la incoherencia. A  pocos kilómetros de ese búnker entre la foresta, los tímpanos estallaban por los estruendos lanzados indiscriminadamente contra todo lo que representara una esperanza, produciendo la perversa  agonía de la vida.





sábado, 27 de septiembre de 2014

¡Ay Palestina!


Nechi Dorado
Pobre el poeta que no llega a condolerse,
ni levanta su voz frente al espanto
de la muerte,
¿puede un artista refugiarse en el mutismo
sin convertirse en una burda caricatura del ausente?
¿Cuál es la zona fronteriza que separa
al cómplice brutal
del indolente?

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