Contador numérico

Acá te contaré mis cuentos

Me llamo Jesús, como Dios*
Ese viernes se levantó como siempre, abrió sus ojazos negros como el abandono, negros como la tristeza de esperar un mañana que nunca llega.
Toda la semana estuvo pensando en el próximo domingo cuando se celebrara el Día del Niño, uno más entre tantos que dejaría las manitas vacías y los sueños muertos como tantas ilusiones de los niños pobres.
Hacía frío, la puerta de su humilde casa apenas atajaba un poco el chiflete que se adueñaba del ambiente sin pedir permiso. En el único lugar donde sí se estaba calentito era pegado a sus cuatro hermanitos en el mismo camastro cuyo colchón tenía más pozos que las calles de la villa.
-Atrevido este frío, decía la madre y los niños se reían.
Se tapaban con la única frazada tan agujereada como las chapas y cartones que oficiaban de techo por donde la lluvia se colaba, pero que en las noches de luna clara permitía que alguna estrellita “espiona” los vigilara desde el cielo hasta que el sueño los vencía.
Durante todo el día amasó una idea para que el domingo los hermanitos tuvieran un día diferente. La fue perfeccionando mientras apelaba a la buena suerte que tal vez se le daría, sólo era cosa de caminar, caminar, caminar rezando bajito para lograr el resultado esperado.
El sábado al mediodía, Jesús, salió con dirección al barrio de chalecitos de trabajadores que estaba muy cerca de la villa y por donde se sentía un olorcito más lindo.
Debía cambiar su frase de siempre –Doña ¿tiene algo para dar? ya que esperaba que al menos por esa vez no fuera comida.
Cuando llegó a la puerta de la casa de la señora linda que siempre lo recibía con una sonrisa, recordó la primera vez que ella le abriera preguntando y afirmando: -hola ¿Cómo te llamás? Tenés una carita de pícaro vos.
-Me llamo Jesús, como Dios, mi mamá dice que siempre nos ayuda y por eso me puso ese nombre.
Cada vez que golpeó allí encontró algo para llevar al rancho. A veces parece que la mala suerte da un cachito de respiro a los marginados, aunque luego vuelva a descargar su furia contra ellos.
Ese sábado el diálogo niño-mujer fue diferente. Jesús le contó que esa tarde buscaba alguna moneda porque quería comprarle a la Naty una hebillita con peluche y al Diego, al Nico y al Damián, chupetines y chicles.
-Porque mi mamá no puede comprarles nada para el Día del Niño ¿vió?

Era la primera vez que Jesús pedía dinero, era la primera vez que el niño propusiera –doña, le barro la vereda p’ayudarla, o si quiere le hago algún mandado, o le corto el pastito, yo le juro que se hacerlo.
La señora lo miró con más dulzura que otras veces, le dio un beso en su cabecita y volvió a decirle –tenés una cara de pícaro vos, esperame un momentito.
Volvió con dinero para que él también se comprara algo de su gusto. Además le dio una bolsa con ropa y otra con juguetes. Nada era nuevo pero para ellos…
Jesús le dio un beso que iluminó el rostro de la mujer y salió ligerito rumbo al hogar mientras pensaba –es cierto que Dios siempre nos ayuda, que contenta se va a poner mamá ¡y los chicos!
Pasó por el kiosco de doña Pilar, compró los regalitos y guardó unos pesos para que la mamá pudiera comprar algo para esa noche. Por un momento fue el mejor ministro de economía que alguien pudiera suponer.

Sus ojitos estaba iluminados de felicidad imaginando las caritas de los hermanos cuando vieran que esa vez sí habría Día del Niño para ellos.
A una cuadra de su casa un estampido partió en dos el sonido de una cumbia que sacudía el caserío “Laaaaauuuuraaaaaa, siempre que tu bailas a ti se/ te ve la tanga…” Mientras de otro lado se escuchaba un chamamé.

La policía corría como desbandada, los disparos sucedían destructivamente y la cumbia seguía sonando su apología de la miseria. Todo era desesperación y el sol, se tiñó de rojo.
Jesús trató de esconderse detrás de un coche abandonado, faltaba poco para llegar al rancho, sólo quería abrazarse a su mamá con los hermanitos aglutinados como en las noches de frío.

-¡Aaay! Escapó un quejido de la boquita hasta hacía muy poco, sonriente del pequeño. Cayó mientras algo húmedo dibujaba su espalda. Y no llovía.

En su manita la hebilla con un osito de cachetes rosados guiñaba un ojo, en la otra una bolsa con paquetitos y las bolsas que le regalara la señora linda.
-Mirá este, dijo un uniformado acercándose al cuerpito tendido del pequeño.
-¿de dónde sacaste todo eso? Preguntó sin obtener respuesta.
-Seguro que los robó, estos negros empiezan desde chiquitos ‘ta madre que los parió, agregó otro que acudió con su pistola en la mano como soporte de su compañero.
Jesús, ya no podía responder.

*De su libro de cuentos “Destapando el silencio”. Editorial Amaru.

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No germinaron los manzanos

“Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño? Por una manzana que se le ha perdido!, cantaba la abuela a la hora que un manto oscuro con puntitos plateados caía sobre las tejas de la casita del barrio de obreros y una cortina de espesas pestañitas desplegaban angelitos sobre los ojos de la pequeña.

-¿Y por qué llora el niño, abu? Preguntaba la criatura.

-Uy, que el hambre duele, mi niña, respondía ella mientras la cubría de besos, cosquillas y caricias.

En la casita humilde vivían la abuela paterna, a cuyo hijo se lo tragara una noche impune de esas que se repitieron tantas veces por la historia de estas tierras; su nuera y la única florcita que diera el matrimonio como ofrenda de su paso por la vida: María Eva.

Niña inquieta, con ojos color del tiempo, corazoncito ágil para conmoverse ante cualquier situación lastimosa. Era la adoración de la abuela llegada de una Asturias lejana, estampada en su alma de mujer curtida por los golpes de la vida que pareció compadecerse de tanto dolor a través de la pequeña.

Fue creciendo María Eva entre el amor de esas dos mujeres en el barrio con olor a tilos, color de rosas y malvones, recuerdos de ayeres dulces, renacuajos en las zanjas y la infaltable rayuela cuya meta era el cielo.

Uno, dos tres, cuatro, cinco seis, siete, ocho nueve ¡¡¡CIELO!!! Y el barrio se empapaba de risas infantiles entre el mate de la tarde compartida de los mayores.
El cielo, una tarde, recibió a la abuela, dejando un hueco en el alma de la niña y su madre, pero ella no murió del todo, quedó flotando en su canción de cuna y cada noche la melodía inundaba el cuarto de la niña que ya daba sus primeros pasos por la cintura de la adolescencia.

Pasaron los años, el futuro dijo presente pero siguió estancado en el pasado, la niña casi mujer comenzó a recorrer la atrapante, aunque muchas veces cruel, rutina del aprendizaje de la vida que no siempre nos otorga lo que realmente soñamos.

Se recibió de maestra, quiso tentar suerte en una fábrica cercana a la casa para costearse con mayor libertad los estudios de sociología. Se inscribió en la facultad porque “un pueblo de hombres cultos, es un pueblo de hombres libres” atrapaba de Martí mientras echaba a volar sus sueños imposibles.

29 de Octubre de 1979

El odioso reloj le gritó ¡basta! al descanso como cada mañana cuando paría las 5:00. María Eva estiraba sus brazos como alitas tratando de despegar el sueño de sus ojitos de color del tiempo. Llenó el ajado bolso negro de la abuela con las cosas cotidianas, compañeras de asistencia perfecta, antes de colgarlo de su hombro. Allí estaban: el sándwich, la manzana, los puchos, el encendedor, el monedero.

-Pucha, pensaba, todavía faltan cinco días para cobrar y faltan cosas en casa.
Inmediatamente despedía a la madre con su acostumbrado –chau má, te quiero.

-Cuidate nena, volvé temprano por una vez, no fumés tanto, respondía desde el sueño su madre. María Ëva sonrió y se alejó cantando bajo las estrellas que no se iban todavía.
Salía de la casita con el corazón atrincherado y los sentidos imaginando un futuro cercano que en realidad estaba tan lejos.

Eran las 6:00 de la mañana cuando con un beso a las mejillas compañeras, iniciaba la jornada en la fábrica y aparecían los matecitos clandestinos antes de que llegara el “trompa”.

A las 12:00 llegaba el descanso de media hora, salían del cofre el sándwich y la manzana.

-Otra vez que Carmen no trajo nada. Ella era su amiga y compañera de la vida. María Eva imaginaba que también habría “nada” esa noche en la mesa para los niños, apenas un mate cocido, con suerte. Cortó su sándwich, partió al medio la manzana y le ofreció a su amiga las mitades más grandes.

Cuando Carmen fue al baño, ella comenzó su tarea de abeja obrera, recolectando entre los compañeros lo que pudieran colaborar para los niños de la humilde mujer.

-Dios mío ¿llorarán los niños? Se torturaba pensando. Allí estaba la voz de la abuela y ella diciéndole bajito –Hay que hacer germinar los manzanos para que no falte en ningún hogar el fruto. Ayudalos abuela.

A las 5:00 de la tarde el ulular de la sirena indicaba la hora de salida. Como dolía en el pecho ese aullido que tantas noches indicara la antesala del infierno. Paradojas de los sonidos que pueden ser tanto libertarios como carceleros.

Antes de ir a la facultad, alrededor de las 6:00 de la tarde, María Eva pasó por la villa para visitar a los niños de Carmen. Llevaba fideos, manzanas, caramelos y la ternura de siempre. Era una pasadita nomás, pero sin restarle el tiempo al matecito apurado.

-Nos juntamos con los chicos, le contaba a Carmen. Hace días que no vemos a Jorge, le sopló al oído.

Carmen fue su compañera de sueños hasta la noche en que se llevaron al padre de sus hijos, quienes quedaron colgando de su espalda quebrada por la ausencia.

-Cuidado María Eva, dijo Carmen en el abrazo de despedida.

Puso primera al motor de su vida, arrancó atravesando calles sin reparar que la estaban siguiendo con paso tan sigiloso como  un reptar terrorífico. El peligro le abanicaba la carita casi adolescente. Quién diría que ella…

Llegó a villa Jardín, el dolor arrancó otro trocito de su corazón ardiente. –Se llevaron a Jorge, dijo Beto mientras golpeaba con el puño de la desesperación una mesa destartalada.

A medida que llegaban los compañeros el silencio estallaba los oídos, sólo les quedaba  llorar como el niño sin manzana.

La tristeza ahogada la empujó al refugio sacrosanto de los brazos de su madre en carrera desenfrenada. Se contaron la jornada, pero no todo, no podía preocuparla tanto.  Cantó la abuela su “Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño? Claro, como todos los días.

 -Sigue llorando el niño, mami, todos lloran, muchos no paran.


María Eva iba inventando su propio adios.

La noche del 29 de octubre fue noche de luna nueva. Se sintió una campanada que tiró abajo la puerta. Un ventarrón irrumpió en la sala, en la pared se estampó un corazón sangrando despedazado frente al cuadro con la foto de la abuela.

El reloj enmudeció, enquistó sus manecillas, el odio se volvió Titán y de esos ojos brotaban, como víboras de fuego.

-¿Dónde está esa hija de puta? Arremetió Jápetos.

-¿Qué es esto? Preguntó la madre tratando de volverse escudo sobre el pecho de su niña.

-No dejes entrar al miedo, suplicaban las lágrimas de María Eva.

La arrastraron de los pelos, la metieron a empujones en el asiento posterior de la barca de Caronte. Cerbero los esperaba en la puerta del averno.

La abuela tomó su brazo queriendo acercarla a ella, la madre empequeñeció contra el pecho de la abuela y de una sola garganta se escaparon las entrañas ¡¡¡Ay, mi niña!!!

La abuela cantó su nana, la niña le respondía mientras un rayo de odio se la iba devorando. De las casas vecinas parecían brotar ramitos de luciérnagas que no lo eran. Se había encendido el miedo.

Desde entonces, todos los 29 de octubre en el barrio de casitas bajas donde ayer criaran a sus hijos tantos obreros, se ve a una niña caminando de la mano de su abuela cantando una letanía: -“Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño? Por una manzana que se le ha perdido…

La niña responde –dile que no llore, yo le daré dos, una para el niño y la otra para vos.

Adelante va la madre, vanguardia de la columna de espectros de tristeza. A la mañana siguiente, desde entonces, en cada jardín falta una flor que aparece donde todavía está el corazón estampado.

Las tres mujeres sólo se ven esa noche, todo el barrio las espera. Hasta el momento, comentan, no volvieron a germinar los manzanos…


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¿Por qué hablar de vos me duele tanto?


Fue una tarde cuando el día moría, el sol se alejaba para dar paso a la noche y la primera estrella, tímidamente traviesa, se asomaba en el cielo invitando a sus hermanas a la danza cotidiana. Un guazuncho perdido se vio entre la maleza a unos metros de un rancho con ventanas y puerta abiertas, mientras una bandada de loros se retiraba a dormir.
Allí estaba Don Ignacio como siempre, taciturno, misterioso, con la mirada perdida en algún lugar del tiempo lejano, pero grabado para siempre en su corazón curtido por la inclemencia de la vida.
Don Ignacio parecía haber adquirido la imagen del paisaje agreste del Impenetrable.
No solía hablar demasiado, solo pasaba las horas en la puerta de su rancho a orillas del río Bermejo, tal vez recordando en silencio la algarabía de sus hijos jugando en el barro de la orilla.
Tres pequeños arrancados de su lado cuando la hambruna les borró la risa.
O tal vez evocaba en silencio la sonrisa de su compañera fallecida también de causas evitables si en el paraje donde reinaba la miseria y el abandono, hubiera habido un médico que diagnosticara a tiempo la tuberculosis.
Llegó de Corrientes ese hombre, hijo de “gringo” emigrante de Europa en la bodega de un buque surcando mares huyendo de las violentas represiones que siempre expulsan a los rebeldes hacia la serenidad.
Conoció allí a una nativa, la madre de don Ignacio que también trabajaba en la siembra de algodón y con quien tuviera sus otros once hijos.
No podía calcularse la edad de don Ignacio, el tiempo estaba como detenido en ese gesto inexpresivo de su rostro del color de la tierra donde abriera sus ojos por primera vez.
Su vida estuvo siempre desequilibrada por la desgracia, el dolor hizo nido en esos ojos tan negros como la espesura de la zona en las noches sin luna.
Don Ignacio, como lo llamaban en el pueblo, tenía alma de poeta. La falta de oportunidades impidió que desarrollara ese don que le fuera otorgado.
Las pocas veces que hablaba los vecinos rodeaban el banco donde se sentaba, para escuchar sus consejos que eran muy claros aunque difíciles de seguir cuando el miedo hacía su aporte.
El viejo era corajudo, nunca bajó la mirada al “patrón” cuando gritaba, como hacía el resto de los pobladores del caserío.
Siempre les decía que debían rebelarse, se negaba a que otro hombre pudiera ser su patrón cuando trabajaba en el monte antes de la salida del sol hasta el anochecer.
Cuenta la gente del lugar que una noche cerrada, la última que lo vieran, se oyó la voz del hombre y la de una mujer. Conversaban como si se conocieran de siempre, pero no era la voz de una lugareña, parecía una mujer fina con un tonito muy dulce por momentos quebrado por el llanto.

“¿Por qué nombrarte me duele tanto? –preguntaba don Ignacio casi en murmullos - yo quiero cantarte, Patria, pero mi canto no es bueno, suena a latido del alma, que nace tibio en mi pecho, pero hacen falta otros pechos que quieran cantar el canto. Patria, mi canto es apenas murmullo, tan sólo eso…
-Quiso la historia que ojos sombríos se posaran en tu falda, abrieron puertas de infamia, profanándote con saña de norte a sur, asesinando a tus hijos que resistían estoicos la furia devastadora. Ríos, lagos y lagunas, montañas, cerros, oteros sucumbieron ante la fuerza expoliadora de los blancos que llegaban para quedarse, hasta que nuevos mandatos indicaron el tibio paso de manos a otras manos tan rapaces como aquellas-, continuaba.
-¿Cómo?-preguntó la mujer indignada. ¿La corona española financió tanto atropello antes de que un grupo de argentinos me formara como Patria?
-¡Cómo poder explicarte! Si yo atrapé el recuerdo de lo que eras cuando esas fuerzas extrañas comenzaron a mirarte y a soñar con tu riqueza, respondió don Ignacio.
La mujer entre sollozos respondió:
-Siempre me consideré tierra de paz y trabajo. Tierra de puertas abiertas con la que soñaban tus abuelos cuando la miseria y las guerras se desencadenaron allá lejos impulsadas por conciencias frías y ejércitos acunados con proyectos de odios.
-Esos ejércitos infames se modernizaron tanto que ya no hacen falta uniformes para uniformar ideas. Ahora son nombres de empresas cobijados bajo el manto que les permite penetrar la subjetividad de tus hijos, Patria mía, succionando la sangre de tus arterias heridas.
Nuestros abuelos llegaron desde aquella Europa donde está la que llamamos “madre” y a la larga vimos que se trató de un Cronos que se fue devorando a sus hijos uno por uno, para luego depositarnos bajo las garras de otro Cronos que habla distinto y se hace entender imperativamente. -Así lo hizo contigo y con tus patrias hermanas, esas que hablan tu lengua, que comparten tradiciones, que tienen el mismo olor y color de pueblo moreno y resisten cada embate desde el odio visceral que ostentan los criminales.
-Si se hubieran atrevido a unir sus manos y almas, formarían la Patria Grande que soñaran los libertadores. Ese sueño hoy es de unos pocos, pero cuánta falta hace, dijo la Patria, sentándose sobre una roca filosa.
-Me resisto a creer que los hayan herido tanto, que los llenaran de llagas y que para poder mencionarme no puedan omitir historias de lutos y atropellos genocidas.
Don Ignacio suspiró, pasó el dedo índice por el borde de sus ojos y siguió diciendo:
-Historia de destierros, robos, despojos e infamias enquistadas en los siglos convirtieron en jirones tu ropa celeste y blanca y pusieron en tu pecho un “I love you” que no es nuestro. No lo quiero, lo repudio, me da asco, nunca acepté que se instale. Lo dejó entrar el silencio cómplice de los amorales.
-Te inundaron de palabras que no son tuyas ni nuestras, nos mostraron otros mundos que dicen maravillosos, y para que no hubiera dudas, nos los trajeron en trozos como espejos de colores y fueron tantos los que lo consumieron que se instalaron nomás, como si nada. La voz del hombre se sentía entrecortada.
¡Cuánta sangre derramada, cuantos sueños libertarios para llegar a ver esto…! Cosa fuerte el interés, la moneda, el capital en los bolsillos de pocos mientras el hambre hizo nido en las panzas de los pobres.
-Fuiste mi linda Argentina, pasado de granero del mundo, tierra de trigo y de pan que parece no ser rentable. Ahora es tierra de yuyitos promisorios que se exportan para alimento de los cerdos, allá lejos.
-¿Dónde? Preguntó la Patria.
-Allá, donde están los cerdos…respondió con indignación.

Y siguió la letanía de don Ignacio en la noche:

-Tierra abonada con sangre, con despojos de rieles oxidados, de columnas de trenes olvidados que ayer llevaran tu canto a cada rincón de pueblos, que no murieron de muerte, sino por asesinato.
-De glaciares negociados, de aguas privatizadas, de minas a cielo abierto, de suelos contaminados, de recursos entregados a las garras de la ambición.
No podía contener su lengua, don Ignacio, la rabia por el ayer asesinado corroía sus entrañas.
-Cómo nos cambió la historia, Patria querida, a quienes ayer te irguieran un culto de moral y esfuerzo, hoy llamamos desocupados.
-¿Serán esos los que vi?, preguntaba la mujer –esos que gritan su marginación en columnas justicieras, buscando con desespero lo que les han arrancado, la dignidad que resiste a que la exoneren, nada menos…
-Sí, son esos, respondió don Ignacio.
-“Espectros” que van con palos para enfrentar otras armas que los apuntan de lejos. De esas que escupen sus fuegos, arteros, que sí, los matan, mientras te riegan con sangre y pocas veces se entiende.
-Mi Patria linda, te robaron primaveras, expropiaron tu mañana, te oscurecieron el alba volviéndote pedacitos de historia destartalada.

Un sollozo de mujer rompió la noche de pronto, el hombre siguió diciendo o le habló su corazón:
-Ay Patria, tráiganme un mago que te arme, de repente, que llegue un beso que borre las lágrimas de tus frente para ir pintando la gloria, recreando la memoria que te arrancaron un día para instalar otra historia.
-¿Por qué hablar de vos me duele tanto? ¿Será porque se tus ríos y lagos contaminados?
-¿Por los niños sin escuelas? -¿Por sus padres sin trabajo?
-¿Por los piececitos descalzos que danzan pasos de olvido, al ritmo del crujir de tripas en sus pancitas con hambre?
No, no, no, dijo con dolor la Patria. Don Ignacio continuó:
-¿Por los viejos que con tanto esfuerzo te hicieron grande para ser luego abandonados a un destino de despojos?
-¿Por los descalcificados esqueletos de los hospitales que hoy gritan tanta desidia pero sin ser escuchados?
-¿O por el cóndor que asoma sus garras y lo presiento con el alma estremecida llena de dolor y espanto?

-Ay, no digas eso, dijo la mujer llevándose las manos al rostro.
-Pero que triste es nombrarte y que las letras que forman tu hermoso nombre, estén ahogadas en llanto.
-Me dolés Patria, me duele verte agredida, humillada. Si lográramos que a muchos les duela la misma historia, estoy seguro, la gloria se asomará de repente.
Te quiero libre y en paz, estrecho filas contigo, quiero al viento tu vestido blanco con franjas de celeste cielo aclarándonos la aurora y en el medio de tu pecho quisiera ver como antes un sol solemne que arranque ese “I love you” que me duele…”

La patria se estremeció, en medio de su sollozo alzó sus ojos al cielo, besó la frente del hombre y se internó en la espesura del monte para ya no regresar.
Cuando despertó el día el banco de don Ignacio amaneció vacío. La puerta del rancho estaba abierta pero el hombre no estaba allí.
-Buenos días, don Ignacio, dijo la señora del rancho cercano. –Oiga don Ignacio ¿se siente usted mal?
Silencio, el hombre no estaba, nadie lo vio salir, los vecinos se agolparon en la puerta y los niños preguntaban –Madre, ¿dónde está don Ignacio?
Nadie lo volvió a encontrar. Dicen que durante el día andaba el patrón rondando con los cuatro matones que lo acompañaban siempre y al ver al viejo sentado y mirando al horizonte dijeron “tené cuidado porque vas a acabar mal”.
-¿Dónde estará don Ignacio? Se preguntaba la gente. -Pucha que cuando anda el patrón con esos tipos ladinos, la mala suerte se escapa y algo pasa por acá.
-¿Por qué ya no está don Ignacio?- preguntaban los chiquitos cuando andaban por ahí.
-Lo habrá tragado el Bermejo, ahora váyase a jugar, decía algún grande temeroso.

Fueron pasando los días y de eso no se habló más…
Del libro de cuentos "Destapando e silencio. Ediciones Amaru.

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Barrio sitiado
 
Hace varios años en un pueblo muy tranquilo sucedió algo que quedó grabado para siempre en la memoria de los habitantes, comenzó durante una noche recién nacido el otoño, mientras los árboles despedían a las hojas para estrenar su calvicie que duraría seis meses, el sol debilitaba sus  rayos y el frío se iba poniendo de a poco su sobretodo pesado.
  El suceso no fue corto, duró varios años, pero la sorpresa inicial dejó casi muda a una gran parte de ese pueblito donde la belleza de los jardines competía su  perfume que se entremezclaba con el de los guardapolvos almidonados y mamelucos engrasados.
Los días de lluvia  el aroma a tortas fritas o a bizcochuelo de chocolate, se escapaba de cada ventana desde las que se veían crecer árboles frutales en ese barrio de cercas bajas y sin rejas.
No se conocía el efecto invernadero por lo cual nadie mencionaba al recalentamiento global. En vez de soja se sembraba trigo que no necesitaba glisfosato para crecer sano y fuerte.
En realidad dejaron de mencionarse muchas cosas, aunque en ese pueblito también vivían atrevidos que por serlo fueron las víctimas centrales de lo que ocurriría.
La gente del lugar era muy unida aún con sus diferencias, la situación los obligó a unirse cada día más, no se podía tolerar el espanto que comenzó aquella madrugada.
 
La mañana siguiente a esa noche tenebrosa, cuando los lugareños se levantaban para comenzar su jornada diaria, notaron que nadie podía salir de un determinado perímetro del pueblo. Algunos avisaron un tiempo antes que aquello podría pasar, pero la mayoría, incapaz de análisis profundos, fueron los más sorprendidos.
 
El pueblo amaneció sitiado, la noche amenazaba taponar la entrada del sol mientras las estrellas no parecían apagarse, sino morir lentamente.
Cuando los hombres del pueblito se preparaban para ir a sus trabajos un murmullo se extendió por el lugar, era una misma pregunta formulada por mil bocas envueltas en la sorpresa: ¿Qué pasa?
Un extraño muro compuesto por figuras fantasmagóricas se había erigido silenciosamente impidiendo la salida del lugar. Algunos vecinos regresaban a sus casas para encender sus radios presos de la desesperación, otros buscaban la salida desde algún lugar inexistente, todos despertaban a sus esposas para contarles la rareza.
 
Desde los aparatos una voz pegajosa repetía –Comunicado Nº 1: a partir del día miércoles a las 3:21 horas, el pueblo está bajo control de la Junta de Alacranes.
 
-¿Alacranes? exclamó Alejandro con sus ojos a punto de escapársele de las órbitas, para agregar inmediatamente –pero estamos todos locos.
 
-Imposible, dijo don Alfredo, hombre muy culto ya entrado en años. Los alacranes son de hábito individualista, no suelen andar en grupo, lo único que podemos pensar es que alguien los contrató y los formó para ello, pero acá no hay tanta práctica en eso.
 
-Alejandro, trabajador incansable, que vivía en la segunda casa de la esquina norte despertó a su suegro para comentarle la situación mientras de la radio la misma voz pegajosa repetía el comunicado Nº 2, Nº 3 y los que le sucedían cada vez más con más firmeza e intolerancia.
 
Don Ramón, muy preocupado respondió como si se lo dijera a si mismo –esto yo ya lo viví, no será fácil salir, las tenazas alacranes son demasiado venenosas, hay que desear que alguien nos ayude pero lo veo muy difícil.
Los otros vecinos abocados a la inspección del sitio buscando una manera de salir del encierro,  lograron ver que el muro que rodeaba el pueblo, remataba con una cerradura gigante, la llave estaba del otro lado por lo tanto era imposible hacerla girar, la desesperación iba adueñándose del lugar.
A medida que pasaban las horas la ciudad se fue convirtiendo en una Babilonia, nadie entendía a nadie, unos decían –y bueno está bien, ya no se podía vivir así. Otro agregaba –esto no lo podemos permitir ¿cómo van a imponerse los Alacranes ante los humanos?
Los más simplemente  se metían en sus casas pensando –esto me da lo mismo, a mi y a mi familia no nos afectará.
 
Los Alacranes mientras tanto, seguían transmitiendo sus comunicados patrullando las calles y convocando a Herodes para que diera cuenta de los niños. Llegó con Caín.
 
Gustavo, el vecino de la tercera casa de enfrente de la esquina norte, al que todos recurrían cuando algún problema se suscitaba en el barrio, aseguraba que sólo si se unían el muro podría derribarse y con él la cerradura gigante. Su compañera exclamaba con absoluta seguridad –no hay cerrojo que resista el impulso de una llave girada por todos.
Doña Lidia se apresuró en responder –conmigo no cuenten, debo cuidar a mis hijos, y se metió dentro de su casa para no volver a salir.
 
Algún vecino, resignado, pensaba que como  el día estaba perdido sería bueno meterse adentro para realizar algún arreglo pendiente, pero hasta las herramientas se habían vuelto locas. Los martillos comenzaron a golpear a quien fuera a utilizarlos, los libros se incineraban,  las tenazas apretaban los dedos de quienes las tomaran y los tenedores y cuchillos pinchaban a los niños mientras las cucharas los golpeaban en las cabecitas.
Todo un espanto, los comunicados seguían apareciendo los días siguientes, los Alacranes escupían su veneno mientras un águila imponente dirigía las acciones de sus serviles amigos.
Cachito fue el primero que la vio, al comentarlo los vecinos decían –pero imposible, acá nunca hubo águilas, que pavada es esa.
 
Muchos años duró el horror, tantos que hubo quienes no pudieron ver el final, fue tan hondo el miedo a morir que más de uno terminó muriendo de miedo, los más audaces al intentar atravesar el muro no regresaron jamás.
Tanta era la desesperación que los vecinos comenzaron a elaborar planes para salir de la situación.
 
-Si formamos un grupo de hormigas de manera que puedan pasar del otro lado, todas juntas podrían hacer girar la cerradura, tan pequeñas ellas tal vez puedan socavar el muro decía Gustavo.
-Si los pájaros colaboran distrayendo mientras trabajamos en silencio, lo absurdo caerá, agregaba su compañera.
-Yo  esto ya lo viví, no será fácil, seguían indicando los mayores.
Cacho tuvo una idea brillante –hagamos un pozo hasta llegar a la raíz de los árboles, si éstos nos ayudan iríamos subiendo por el tronco, alcanzaríamos las ramas más altas y una vez arriba podremos saltar hacia el otro lado para ayudar a las hormigas a girar la llave. Entre planes en silencio, fueron pasando los años.
 
Los Alacranes que se reivindicaban como “derechos y humanos”, iban perdiendo su fuerza luego de tanto escupitajo. Todo el mundo hablaba mal de ellos y eso no les gustaba nada. Las herramientas también perdían su fuerza luego de causar tanto daño. Los libros quemados perduraban en las memorias y sus páginas revivían en muchas conciencias.
 
Las letras de los comunicados se iban agotando y de cansadas nomás se negaban a seguir entrelazándose para formar palabras y frases absurdas.
Las hormiguitas serenas, continuaban franqueando el muro entre las patas del odio, el miedo, el silencio y el eterno no te metás.
El odio parecía querer esbozar una sonrisa en su marmóreo rostro. El miedo ya se asustaba de la dureza de los Alacranes y pensaba  en suicidarse incapaz de producir respeto. El silencio tenía ganas de pegar un grito y el no te metás se preguntaba si no era hora de meterse en serio.
 
Una mañana la idea se llevó a cabo. Gustavo arrancó penetrando por la base del tronco que realizó un acto introspectivo, ello le permitió  convencer a sus raíces para que se transformaran en escalones permisivos del ascenso de los audaces.
Así fueron trepando, cuando llegaron a la rama más alta una nube gorda apareció con su cortejo de nubecitas más fuertes. –Suban, hasta acá no llegarán los Alacranes, yo los cargaré hasta el otro lado del muro, dijo guiñándoles un ojo.
Las nubecitas convocaron a Eolo quien como siempre sólo debía soplar para alejar a la valiente carga. Los alacranes se desesperaron, apuntaron sus colas contra la nube, como buenos antisociales disparando  veneno. Algunos rebeldes cayeron, pero los Alacranes no recordaron que se mueren si hay fuego cerca  y la nube contenía el fuego que incendia a la intolerancia.
Un coro de “nunca más” hacía fuerza con Eolo, el Aguila sorprendida tan solo emitió una mueca antes de alejarse dejando en soledad a los arácnidos que se iban replegando. El odio soltó la mano que lo unía con el miedo, el miedo soltó al silencio mientras el no te metás huía despavorido.
 
Fue tanta la algarabía cuando abrieron el cerrojo que el pueblo se vistió de fiesta embanderando hasta  las almas. Los árboles compañeros comenzaron a aplaudir, las nubes derramaron lágrimas por aquellos que no llegaron.
Los ancianos seguían repitiendo –esto yo ya lo viví, pero a la larga o la corta la historia termina igual.
 
Poco a poco los pobladores volvieron a sus tareas, Herodes siguió su caza de niños por otros pueblos acompañado por el hambre y la miseria.
El águila traicionera, cambió su estrategia para poder continuar dominando a la gente de aquel pueblito que tanto luchó para poder ser libre.
Y aunque parezca mentira, luego de tanta angustia padecida, con el  tiempo apareció un batallón de Urracas que muy subliminalmente comenzó a llamar otra vez a los Alacranes.
Doña Memoria, con fuerza, fue tratando de espantarlas.

De su libro de cuentos "Destapando el silencio". Editorial Amaru.


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Para mí es flor de problema
Andrés recorría las calles del centro comercial, en su bolsillo sonaban cinco monedas que eran toda su fortuna y estaba dispuesto a invertirlas para un regalito posible.

-Siempre me pasa lo mismo, cuando se acerca el Día de la Madre se me parte la cabeza. Vos ves que empiezan a decirte en la tele “si querés a mamá regalale…” y te largan una lista interminable de cosas lindas y que a mi mamá seguro  le vendrían muy bien y le gustarían mucho. Pero no podés comprarlas con cinco pesos roñosos por más que para juntarlos hayas tenido que estar días y días, que se yo cuántos.

Yo me pongo a mirar las vidrieras y me quiero matar cuando veo los precios. Encima a los diez años no hay Cristo que te de trabajo en ningún lado como para juntar algo, aparte te sacan del medio como si estuvieras apestado.
Y yo también la quiero a mi vieja pero quien va a creerme si no le regalo una cosa como aquella, o esa otra, o un par de zapatillas porque estoy cansado de verla con ojotas todo el día aunque llueva, haga calor o haga frío.

Ella nunca pide nada, nunca se queja de que le faltan cosas y ni siquiera te dice qué le gustaría, claro, si sabe que no se puede comprar, la vieja se las banca todas.


-A ver, ahí hay una juguera Moline, ah, hay que ponerle algo adentro para sacar jugo y en casa nunca hay nada, con suerte arroz o polenta y que yo sepa no sale jugo de allí.
Bah, por ahí de los gorgojos pero ajjjj, que asco, ¿Vos te imaginás una juguera para sacar jugo de gorgojos? Jaja.

-Una planchita para el pelo, a ver cuánto vale, uhhhhhhh, no me alcanza, además qué vivo, para usarla tendríamos que tener luz primero, así que a otra cosa.
Ja,  porqué la luz ¿Vos viste lo que vale? Ni que me regalaran los focos de la casa de gobierno podría comprar esa planchita. Y bueno… ¡ A mami esos rulos le quedan tan lindos!

-Allá venden perfumes Eivo, pero dicen que si querés ser una persona exitosa tenés que venderlos y a mami nadie le da nada para vender. Descartado entonces.

-Aquel horno para pan le vendría bárbaro, pero con lo que vale le compro una panadería entera. A otra cosa, compañero.

-A ver ahí, dice “de ci le  cu an to la queee res, re ga la le un Pi ti zen”, que reloj, loco, qué reloj.

Andrés siguió caminando, iba tras un milagro y como tal, inexistente. En el recorrido encontró a Gerardo, el chiquito de la vuelta de su casa, compañero de travesuras pero mucho más intrépido que el. Como Andrés también se abocó a la tarea de buscar el regalito para mamá tan promocionado como imposible.

-¿Qué hacés, bolú? Dijo en ese extraño léxico tan de moda, tan instalado como el famoso Día de la Madre en…
-Ando buscando un regalito para el domingo pero ¿viste? No hay nada barato loco, nada.
-Y encima te dicen que si la querés tenés que regalarle… y yo la quiero loco, pobre vieja que se las banca todas aunque a veces se saque y me arranque los pelos por contestarle mal.
-Yo también bolú, pero cómo hacemos si no tenemos más que algunas monedas y el viejo anda sin trabajo.

-¿Será cierto que si no les regalamos nada ellas se van a pensar que no las queremos?

-Y sí, debe ser cierto porque lo dice la tele y esos tipos se la saben toda.
-No loco, no me digas eso ¿qué podemos hacer?

Gerardo se queda calladito por un momento, mirando un punto fijo y dispuesto a hacer lo que fuera para cumplir el mandato contaminante de los medios.

-Mirá esa vieja, Andrés, dale, la arrebatamos y salimos de raje, por una vez no pasa nada.

Andrés se quedó pensando, miró a la señora que llevaba una cartera colgada de su hombro. Fue un minuto, también, sólo un minuto, el suficiente para reflexionar desde sus diez añitos vacíos.

-No bolú, no, jatejoder.

-Pero qué, si igual todos dicen que somos chorros aunque no afanemos nada.

-No, no, no bolú. Mirá, mejor el domingo me levanto tempranito, antes que ella. Preparo unos mates, se los llevo a la cama, le doy un beso grande que le parta el cachete y le digo que no pude comprarle nada pero le recontra juro que la quiero mucho.
Y de paso le digo que no le crea a esos que dicen que para quererla hay que regalarle algo lindo. Ella seguro que no se lo cree pero yo se lo digo por las dudas, así me quedo tranquilo.

-Y sí, loco, me parece que yo haré lo mismo, porque además si se llegan a enterar que le arrebatamos a esa vieja y vamos en cana,  seguro se van a poner muy tristes.

-Vamos a jugar chabón.

-Si, vamos, pero mirá que bueno está ese vestido, si pudiéramos comprarle uno a ellas estaría rebueno ¿no?

-Sí, claro, pero no miremos más nada porque se nos parte la cabeza de nuevo.
-¿Jugamos un picado, bolú?


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Tengo una bronca!!!
Nosotros vivíamos en el Chaco, todos éramos felices allí, no había que tener cuidado para cruzar la calle, la mama no te decía nunca “no hables con desconocidos”, tampoco tenías que pagar al tipo que viene todos los meses a cobrar porque te prestó un lugar para vivir que se llueve todo.
Allá estábamos en el rancho que había sido del abuelo, del abuelo, del abuelo, esos que ni conocí pero que nos dejaron vivir en ese lugar que habían hecho con la ayuda de la abuela, de la abuela, de la abuela.
Jugábamos entre los árboles, hacíamos unas escondidas donde nadie podía descubrirnos, mis hermanas y hermanos eran más hermanos y hermanas. Ahora las chicas andan con otras amigas suyas jugando con muñecos de trapo que parece que te miran pero que si les hacés buuuuhhh ni reaccionan.
En cambio en el Chaco jugábamos a correr a los pollos, dormíamos con los pollitos abrazaditos, hasta una vez sin querer ahogué uno que se puso debajo de mí  y apareció al otro día tan quietito como los muñecos que hoy tienen las chicas.
Mi madre, cuánto lloré ese día, yo quería cuidarlo al pollo, como se le ocurrió meterse ahí y ni fuerza que hizo el tarado para salir. La cuestión es que yo sigo llorando cada vez que me acuerdo, como ahora.
El cielo allá era más brillante, a las estrellas parecía que podías agarrarlas y nos subíamos a la rama más alta de los quebrachos, estirando los brazos, claro, igual no podíamos llegar porque éramos muy bajitos. Además estaba lleno de sapos y ranas, charcos, lagunitas donde íbamos a sacar anguilas con el dedo gordo de la mano. Cómo se movían, te chupaban el dedo y no las podías desprender, después íbamos a tirárselas a las chicas que  corrían muertas de risa.
Las bobas, desde que están acá se asustan hasta de las hormigas, se hacen las finas y son todas ayyyyy mamiiiii
Cuando llegaron esos tipos blancos como cuero e’chancho nos dijeron que habían comprado los terrenos y teníamos que irnos. –Compraron qué? Si ya no están los abuelos, mentirosos. Además no trajeron ninguna plata.
Mi viejo se resistió enojado pero al final como los tipos venían armados, le dijo a mi mamá que nos trajera para Bs.As, que luego nos llamaría de nuevo cuando se aclararan las cosas-
Pero nunca aclararon nada, dice que tiraron abajo hasta miles de miles de árboles, no hay más sapos, se murieron un montón de bichos de carne que eran los amigos nuestros. A la mama la vemos llorando vuelta a vuelta, entonces para que pare, la abrazamos y le juntamos florcitas que no son tan lindas como las que crecían por allá, pero al menos nos mira y sonríe.
Yo sigo con bronca, no me gusta este lugar donde te miran de reojo y muchas madres les dicen a los hijos, cuando nos ven pasar –alejate de ese indio de mierda.
Qué se creerán, si son todas desteñidas. Y mis hermanas se quieren parecer a ellas y se ponen pollitos de trapo en la punta de las trenzas, pavotas.
Que se dejen de joder, yo me volvería al Chaco pero es que ni tren que me lleve hay ahora.


De su libro de cuentos y relatos “Destapando el silencio”. Editorial Amaru

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Vaivenes de la vida

Rodrigo salió de la empresa que había heredado de su padre. Sentía que la buena racha estaba de su lado, según las idas y vueltas de la economía que se marcan en zigzagueantes gráficos que a veces parecen querer devorarse todo.
Tras la reunión con los asesores y contadores, parecida a un aquelarre donde se manejaban, además, los destinos de los trabajadores, Rodrigo se despidió de su secretaria. Cerró la impecable puerta de vidrio esmerilado que separaba su búnker del resto de los salones de encuentros. En el centro del hall una fuente con agua y nenúfares trataban de humanizar el lugar dando un aspecto de serenidad, zen tan de moda en esta era “new age” promocionada para alcanzar la paz interior.
Columnas de cemento sostenían el verde parejo de las que trataban, infructuosamente, de parecer plantas desde su plástico trabajado, sin esbozos de vida natural aunque muy bien logrado el efecto. Amortiguaban la sensación de frialdad de los ásperos números que bailaban su danza fría y especuladora en el ambiente laqueado, brindando la imagen de un cónclave de reyes entronizados a los que se les rendía un culto especial.
Cuadros con firmas auténticas convivían cuidadosamente sobre las paredes blancas, asépticas, huérfanas de calor humano. En una de ésas se lucía un ventanal interminable donde los cristales parecían ausentes de tan transparentes, permitiendo ver las primeras luces de la ciudad en ese atardecer frente a un río recuperado, en esa zona donde la economía debía mostrar su esplendor.
Manos artísticas lograron expulsar su podredumbre de esas aguas hacia las zonas marginadas donde no deslucirían nada. La guardería de yates contenía las naves de la opulencia.
Rodrigo desoyó el aviso de la secretaria –señor, tiene un llamado del sector cobranzas de la papelera.
-Me fui, Yanina, respondió con un guiño, hoy fue un día magnífico y me gané un descanso. Si llama mi mujer decile que estoy en una reunión.
Salió del lugar, esperó el ascensor que lo llevaría directamente al subsuelo donde una hilera de autos de alta gama esperaba por sus dueños, todos miembros del directorio. Atrás quedaba la pila de faxes, reclamos, cheques en rojo y cheques a cobrar, resúmenes de tarjetas de crédito sin límite y Yanina con su día similar al anterior y al siguiente.
El  hombre subió a su coche, se colocó el cinturón de seguridad mientras tarareaba una pegadiza canción que parecía indicadora de lo que viviera en ese día: un pasito p’alante, María, un pasito p’atrás. Así es la vida, pensó, nos da sobresaltos pero cuando llegan las alegrías uno se llena de cosquillitas en la panza. Y hablando de cosquillitas: Loli.
-Qué buena tarde para festejar con ese bombonazo ¡qué mina, ninguna como ella en la cama, te hace volar la perra!
Y la llamó para avisarle que iría hacia su departamento, mientras las cosquillitas aumentaban y el corazón latía desenfrenado.
Afuera llovía, el frío estaba haciendo su aparición de a poco. Rodrigo manejaba por las calles selváticas donde las tarántulas se empachan de insectos.
-Carajo, dijo, me comí el semáforo en rojo justo ahora que andan con las multas a dos manos. M’a sí, no pasa nada, quién será el cojudo que se anime con uno, pensó desde la inmunidad que salpica de soberbia empequeñeciendo la cordura.
Estrenó su celular de última generación con una pregunta –Hola Loli, mamita, no sabés cómo te pienso hace que se yo cuánto ¿Cómo estás para recibir a tu eterno enamorado?
-Voy para allá, preparate porque hoy te mato a besos, agregó con la voz pastosa por el deseo.
Cortó y giró en la avenida siguiente que le pareció cubierta por una capa de terciopelo. Imaginaba el encuentro, los momentos siguientes antes de volver al infierno de su casa donde lo esperaba su absorbente mujer y esos demonios a los que ella no sabía ponerles límites…
-Hoy llegaré bien tarde, dijo para sí, por lo menos zafaré de su bochinche. No soporto a esos pendejos.
-Con Loli se te acaban todas las penas, Rodrigo, se repetía mientras estacionaba su auto frente a una joyería para comprarle un regalito a la abnegada amante que lo único que tenía para con él, era amor alimentado por pilas de sí, inagotables.
Unas cuadras más adelante entró en el estacionamiento del edificio que daba la impresión de haber escapado de un cuento de jeques. Esperó el ascensor que lo elevaría al cielo donde lo esperaba Loli.
El lugar era también un regalito brindado unos años atrás a la muchacha. La atención suficiente como para que la amada siempre estuviera dispuesta para acceder a sus requerimientos.
A lo lejos aullaba la sirena que marcaba el fin de la jornada para los trabajadores de la empresa.

Tonio se despedía de sus compañeros diciéndoles –no me saco el mameluco, se me va a ir el tren y quién sabe a qué hora sale el próximo, este último tiempo andan con demasiada demora.
-Este dolor de espaldas me está matando, encima hoy el tipo se fue temprano y no dejó depositada la quincena, ya tenemos dos días adentro, puta madre, que largo se hace.
En una humilde vivienda del conurbano, Amanda esperaba a Tonio. Hacía falta comprar las zapatillas para el niño del medio y la leche para todos. –Ojalá hoy haya cobrado, pensaba.
La espera, a veces, bailotea como los vaivenes de una ilusión que se va alimentando con las horas, los días, los meses, aunque luego se convierta en decepción, desalmada situación que hasta es capaz de cortarle el paso a la salida de las palabras que mueren atragantadas, dejando un gusto a acíbar en la boca y retorcijones en las tripas.
-Pucha, se me fue el bondi, exclamó Tonio mientras daba una patada al aire, ese gas imprescindible capaz de tolerar hasta las reacciones más primarias cuando la bronca estalla, ahoga el grito que muere en la garganta y la oprime y la carga de resentimiento y te hace desear que la muerte se apiade y de una vez te recuerde.
Cuando llegó el próximo colectivo trepó como gato enfurecido, quería llegar a su casa pero no sabía para qué con los bolsillos tan vacíos como seguramente estarían los estómagos de la familia. Al llegar a la estación de trenes, no se apuró para subir. Ya le daba lo mismo tomar ese que el otro que saldría una hora más tarde. Tonio sentía que no podía enfrentar los ojos de Amanda que le preguntarían, desde su profundidad: ¿cobraste?
Tonio se sentó en un rincón, la muchedumbre pasaba al lado suyo pero no podía distinguir si eran humanos o simples hormigas como él.

En el impresionante departamento, las cortinas de voile importado parecían danzar al compás del ritmo de la pasión de Rodrigo y Loli. Todo era armónico en el lugar, el amor estallaba empapando el ambiente, mientras haces de luz tenue acariciaban la noche. En el lugar parecía que llovían estrellas y luceros. Los candelabros titilaban y el viento mecía la llamita como si fueran lilas en el campo.

Cuando Tonio llegó a su casa los niños ya dormían. Miró los ojos de su compañera, ella miró los suyos. No hacían falta palabras.
-Tenés cara de cansado, te preparo unos mates mientras te bañás, dijo Amanda con esa comprensión amiga íntima de la miseria.

Lejos de allí, en el cuarto espejado, entre el perfume de los aromatizadores y la explosión de color de las rosas rojas en jarrones de porcelana, Loli despedía a Rodrigo.
-Sabés papuchi, estoy preocupada, aumentaron mucho las expensas, decía con la boquita redondeada que era su arma más convincente.
-Mi amor, descansá tranquila, cuál es el problema. Mañana no faltes al gym que te hace muy bien. Cuando entenderás que trabajo como una mula para que no te falte nada.

Amanda puso la pava y el mate sobre una mesa desvencijada.
Rodrigo dejó un cheque sobre la mesita de ébano tallada finamente.
Tonio preguntó a su compañera, si habían comido los niños.
Loli hizo otro mohín y ronroneó como una gata, antes de acomodarse entre las sábanas de satén, mientras el amante la contemplaba admirado.
Rodrigo salió de la habitación sin hacer ruido, subió a su auto y se colocó el cinturón de seguridad, encendió el estéreo desde el cual se escuchaba “ay amor que se rompe el alma…”

Amanda pasó la yema de sus ajados dedos sobre sus ojos, recordando los agujeros en la suela de las zapatillas del niño.
-Tranquilo Tonio, dijo suavemente, ya vendrán tiempos mejores.
 Tonio miró el mate tragando sus lágrimas
La noche extendió su manto sobre la casa sin revoque con el piso de tierra apelmazada.

Los símbolos de Toño
El pueblo era tranquilo hasta la noche en que la fatalidad comenzara a descargar su furia sobre el caserío pobre. Esa mayoría siempre silenciada, naturalizada, que se convierte en la imagen de lo sucio, despreciable, vergonzante para el ideario colectivo en cualquier sociedad pseudo civilizada.
Cuando estalló la absurda Guerra Civil, la abuela Digna, tuvo la posibilidad de salir del país buscando un horizonte inexistente. Partía rumbo al lugar donde los sueños prometían hacerse realidad y la mentira tenía instalada su corte palaciega.
Expulsados de su tierra, salieron con ella en una barcaza herrumbrada su hija Bernarda y dos nietos, Toñito y José, ambos hijos de su otra hija asesinada cuando el odio se compara a clavos enmohecidos en la columna vertebral del olvido, perforando desde el corazón hasta los talones. Salieron como crudos sobrevivientes del espanto huyendo hacia lo que sería la nada.
En la crianza de los niños, Bernarda, hacía mucho tiempo que cumplía dos roles, madre-abuela, tumba humana del dolor entremezclado con mil por qué sin respuesta. Esa tarea cayó sobre su humanidad el día que violaron, para seguidamente asesinar a su hija, María de la Cruz, abriéndole el vientre para arrojar a los perros esa figura amorfa que latía en su seno casi adolescente, cuando un escuadrón de la muerte dispuesto a implantar el orden a punta de bayoneta entró al pueblo desatando la masacre. Orden que ordenaba ser ordenados, ordenándose ordenadamente  y asumiendo como algo natural el despojo, el asalto contra la dignidad y la justicia que se dibuja asequible para todos.
La diáspora se produjo una noche, luego que tres de los hijos de Digna rumbearan al monte, desordenando el dogma establecido, mientras otros dos ordenadamente se enrolaran en las filas militares. Ninguno pensó que les tocaría matarse entre ellos, el hambre tiene la facultad de enredar las raíces de la razón enterrándolas bajo la misma tierra que los viera nacer, ignorando el mandato de las venas que comparten sangre.
La desmembrada familia, cargó sólo con los recuerdos.  Lejos de la  patria, Digna, continuó con la crianza de los niños en condiciones de extrema pobreza, con la muerte pisándoles los talones pero de otra manera, sin bayonetas, sin gritos amedrentadores. El sicario, allí, era el abandono más cruel que justificaba su accionar dando lugar al pensamiento indicativo que el asesino era el pasado y sus secuelas.
Toñito creció lleno de resentimientos. El fue quien vio cuando asesinaron a su madre y vio ese pedacito de carne volando hasta caer en las fauces de la manada. Y vio a María de la Cruz, madre, tendida en el polvo de la calle, con sus ojos de noche con forma de almendra mirando hacia la nada. Y vio a su abuela pegadita a ellos y vio el rostro del odio y vio a los monstruos riendo, disputándose el trofeo yaciente en el piso, boca arriba. Vio el adiós para siempre, no deseado.
No escuchó más a su madre recitando a Roque Dalton “siempre vieron al pueblo/ crispado en el cuarto de tortura/ colgado/ apaleado/ fracturado/ tumefacto/ asfixiado/ violado…” Nunca olvidó esa estampa del horror, así como tampoco el paso de los años borrara de su recuerdo los rostros de esas bestias. Toñito se convirtió en un muchacho difícil. Las noticias que recibían desde la patria numeraban  nuevos muertos, causando el dolor de los otros asilados por las mismas circunstancias.
Así crecieron esos niños entre lágrimas, odio, dolor. Confundidos al punto de no saber cuál era la alquimia de los sentimientos que pujaban desgarrando el seno de las familias expulsadas.
Una noche, un auto policial se detuvo frente a la puerta de la humilde casa de la familia desmembrada. Digna daba vueltas en su cama, algo la inquietaba sin saber a qué se debía su sobresalto
Cuando sintió los golpes sobre la puerta, se abalanzó hacia allí. Una voz inquirió – ¿Buscamos a los padres de Toño Funes.
-Fueron asesinados,señor, soy su abuela ¿ocurrió algo con él?, respondió la mujer en medio de un temblor helado por la premonición que susurraba que algo feo había sucedido nuevamente.
-Debe acompañarnos, ordenó el ordenado.
Al llegar al sitio donde estaba detenido Toño, el  muchacho miró a su abuela antes de dirigir su mirada hacia el piso sucio del calabozo, tragándose una lágrima. Resaltaban en su piel morena los tatuajes que cubrían casi todo su cuerpo, cono si cifraran una historia. Uno de ellos estaba compuesto por cinco letras que resumían todo el dolor del muchacho: Madre.
Compartían espacio en ese cuerpo esmirriado, números, símbolos, figuras contradictorias donde coincidía un ángel con las alas rotas y un demonio sonriendo dejando al descubierto sus colmillos. Debajo del primero se leía “hermano”.
Digna intuía que algo estaba diciendo sin voz, su muchachito adorado, rebelde como fuera su padre, con los ojos aindiados de su madre. Verlo la retrotraía a la visión de su hija partida en dos en el mismo pueblo que la viera nacer.
-Mire señora, su nieto pertenece a una pandilla donde son todos escoria, basura, faltó que alguien pusiera orden en su vida, gritaba un oficial mientras miraba con asco la negritud de esa abuela con raíces indígenas y el dolor instalado en sus ojos tristes de tanto llorar ausencias definitivas.
-Supiera usted, señor, el dolor que carga mi muchacho y sin dudas todos ellos a los que llama escorias. Supiera que ser indígena no es humillante, es la brasa que ilumina a nuestra historia pisoteada.
-¡Estos indios no se domestican más! Que se pudran acá, lo hubiera cuidado antes, gritó con ira el supuesto ordenador de vidas, asalariado de la fuerza con armas en la cintura.
-No pude hacer alguien de su gusto, exclamó Digna, tampoco ustedes nos ayudaron. Desde que pisó esta tierra sólo sintió la vergüenza por su raza en este mundo donde el bien se pinta con colores claros. Nosotros no elegimos estar acá, fuimos expulsados por la incomprensión que toma forma de guerra que los pueblos no deseamos. Mi niño es el resultado de la tragedia humana que muy pocos quieren asumir.
-Ustedes tenían, entre otros, el poder para insertarlo, pero prefirieron cerrarles las puertas de la escuela tanto a Toñito como a sus amigos. ¿Será que buscaron sostenerse unos a otros en este mundo hostil? Siguió respondiendo Digna.
La abuela salió del lugar, el muchacho, “escoria pandillera” quedó detenido, el odio ganó su enésima batalla. A la mañana siguiente, volvieron a golpear la puerta de la humilde vivienda.
-¿La familia Funes? Somos del Hospital del estado, venimos a avisarle que Toño murió. Esos jóvenes siempre terminan matándose entre ellos, señora. Lo sentimos mucho. Buenos días, dijo un hombre antes de retirarse del lugar.
Digna se desparramó sobre lo que alguna vez encontrara en la calle y se dijera sillón. Algo iba dibujando una telaraña en su cabeza y nuevas arrugas en su rostro arrugado. Volvía la imagen de su hija, el pequeño pedacito de carne en las fauces de los mastines y Toño, su Toñito, con esos tatuajes hasta en la cara como tapando su agonía infinita.
Sintió la voz de María de la Cruz recitando desde muy lejos, en el tiempo, a Dalton: “siempre vieron al pueblo/ crispado en el cuarto de tortura/ colgado/ apaleado/ fracturado/ tumefacto/ asfixiado/ violado.
-Ya deben estar juntos los tres, murmuró Digna, mientras las lágrimas corrían como granos de sal sobre las heridas del alma. Bernarda abrazó a José mientras el llanto iba golpeando las puertas de las casas vecinas.

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¿Se acuerda de mi sueño, Milagro?
Milagro y Segundo forjaron su historia en un pueblo de la Puna Salteña, cuando las condiciones laborales permitían que la pujanza dibujara sonrisas en los cerros entre la magia de un paisaje casi desdibujado, árido lleno de subidas y bajadas ondulantes en un terreno tan irregular, como salado.
Milagro era quien sujetaba las riendas del hogar cuando Segundo rumbeaba hacia la mina. Rostros curtidos por los ventarrones de los salares desparramados como tributos de acervo geológico, eran la seña de distinción de la pareja, por cuyas venas latían rastros de una cultura arrasadora instalada a fuerza de cruces y espadas.
Como testimonio de sus pasos por la vida quedaron cuatro pedacitos de humanidad que serían el  vivo recuerdo de su existencia. Como indeleble sello estampado en ese paisaje agreste, llamas y zorros compartían espacios entre  el olor penetrante del azufre, sin saber que el futuro llegaría demasiado pronto para dejar cicatrices talladas en las almas de la familia y el vecindario.
Una mañana de esas que podría haber sido como cualquier mañana, Segundo se levantó temprano para comenzar su día de trabajador minero.
Fue un despertar agitado. Segundo transpiraba, su respiración jadeante indicaba que algo muy feo estaba sucediendo dentro de ese hombre fuerte, no acostumbrado a rendirse ni cuando la adversidad golpeara  ensañándose contra él y su familia. Verlo en ese estado, desesperó a Milagro, quien intuía que ese día no sería como todos, mientras se persignaba diciendo
–Dios mío ¿qué pasa, Segundo? Usté no se siente bien, m’hijo.
-Espere que le preparo un matecito, agregó mientras trataba de espantar los resabios de sueño  pegados a sus ojos tan negros de mirar profundo.
-¡Ay mujer! Viera que sueño tan feo, no sé si fue un sueño, más bien creo que tuve una de esas cosas que usté llama ¿cómo es que le dice, Milagro? ¡Una visión! Eso, una visión, Milagro, y usté también estaba ahí. Y los muchachitos estaban, Milagro. Y estaba todo el pueblo.
-¡Y eso, Segundo? Si es así no es p’asutarse tanto, puntualizó ella.
-¡Qué cosa tan fea! Sabe, soñé o viví, mejor dicho, porque yo eso lo viví d’enserio. Vi que pasaba por el hotel de don Carlos Antúnez, pasé también por la escuela y sentí el griterío de los niños. El más chico me saludaba con la manito, pero lo más raro, Milagro, lo más raro me pasó cuando bordeaba la iglesia.
-¿La iglesia? ¡Ay, Dios mío! respondió la mujer persignándose nuevamente. ¿Usté soñando con la iglesia? Con razón se levantó así de mal.
-Viera vieja, allí estaba al padre dando misa, yo pensaba, qué raro, misa en día de semana y Milagro que no me dijo que iría.
-Ay Segundo, eso sería lo de menos ¿desde cuándo usté dándole importancia a las misas si nunca pensó en la iglesia,  ni siquiera para acompañarme. Y con lo bien que uno se siente cuando va. Pero a usté nunca le hizo gracia, y mire que venir a soñar con la iglesia, válgame Dios y María Santísima.
-Ahí está el tema, Milagro, porque en el sueño yo me metía como si nada.  Y vi al Cristo con lágrimas rodándole por la cara de porcelana descascarada. ¿Es así como está? ¿Descascarado?
-Si, Segundo, sabe cuántos años lleva en ese altar, respondió Milagro mientras con una mano preparaba mate y con la otra apretaba un rosario heredado de la familia, cuyo cofre era el bolsillo de cualquier ropa que usara la mujer.
-El curita decía algo como que era el final del pueblo. Y yo que quería preguntarle cómo podía ser que dijera eso, pero ni me salía la voz p’a preguntar.
-¡Ay Jesús, menos mal! Murmuró en voz baja, Milagro antes de agregar
-¡Tan descreído que es. No quiero ni pensar qué cosa hubiera preguntado!
-No, Milagro, esta vez le juro que no. Yo quería decirle ¿cómo qué el final del pueblo? ¿Cómo puede decir eso? Vea como llora el Cristo.  ¿Y entonces p’a qué están usté y los vecinos del pueblo? Siempre fueron tan amigos y ahora lo dejan llorando d’esa manera.
-¡No digo yo! Menos mal que no le salió la voz, dijo Milagro, mientras chasqueaba las manos sobre su falda. Por enésima vez dibujaba sobre su pecho la señal de la cruz, casi como un acto mecánico irreflexivo.
-Fíjese que hasta soñando es un irrespetuoso, protestó la mujer frunciendo el ceño.
-Ya le dije, Milagro, continuó explicando el hombre, aún agitado. La cuestión es que el cura empezó a decir que vendría al pueblo el asesino  del tren y nadie podía creerlo. De repente  lo único que vi, fueron ojos, toda la iglesia se llenó de ojos. Ojos sin cara, sin nariz, sin boca, sin nada. Ojosojosojos, repetía casi desesperado como volviendo a vivir ese sueño perturbador.
-Y todos los ojos lloraban y lo pior es que yo también me puse a llorar.
-¿A llorar, Segundo? ¿Usté llorando? Tiene razón hombre, eso no fue un sueño, usté lo que tuvo fue una pesadilla. Tómese un mate calentito a ver si se calma un poco, ofreció Milagro.
-La cuestión, Milagro, que de pronto empezó a sonar el bocinón del tren, todos los ojos se cerraban. Parecía que estaba pegando un aullido, era como si algo grande lo estuviera apuñalando y el pidiendo socorro y los ojos se cerraban y yo los quería abrir y no podía y más ojos y más ojos y yo escuchaba su grito en cada bocinazo y siempre pidiendo socorro, contaba el hombre desordenada, desesperadamente.
-Los ojos se salían de la iglesia, el único que estaba completo era yo. Salieron la Virgen, ese santo que tiene una bata marrón que usté menciona siempre.
-San Antonio, respondió Milagro.
-Sería, dijo Segundo.
-Y se escapaban los ángeles corriendo y el tren que seguía aullando y los ojos volvían a abrirse y a cerrarse y yo empecé a sentir olor a muerte, Milagro, olor a muerte.
Milagro se santiguaba continuamente, su rostro empalidecía y sólo atinaba a repetir –Usté tuvo una pesadilla, Segundo.
-Yo corría hasta el tren, me daba cuenta que se estaba muriendo, quería salvarlo, sacarle el puñal que tenía en la espalda pero no había nadie p’ayudarme. Todos los ojos volvían a cerrarse y usté ya sabe, los ojos cerrados parece que fueran ciegos.
-Y el cura tampoco ayudaba, Milagro. Creo  que se fue primero, salió como disparado y los ojos lo siguieron.
-La voz no me salía, Cristo seguía llorando, los angelitos corrían p’a cualquier lado tropezándose entre ellos y el tren que aullaba cada vez más fuerte y seguía saliendo sangre de su espalda apuñalada.
Segundo seguía agitado, nervioso, preso de un terror que no podía contener. Milagro dejó de cebar mate pero no de santiguarse.

De pronto, la bocina del tren se escuchó como todas las mañanas a esa misma hora. Milagro dejó el mate sobre la mesa y se acercó a Segundo tratando de calmarlo.
-Tranquilo viejo ¿No le dije que tuvo una pesadilla? Allá viene, no hay quien pueda apuñalarlo, Mire que ver al tren sangrando y apuñalado, sueño de locos fue ese, murmuró bajito, Milagro, mientras cambiaba la yerba al mate.
-Segundo, vaya tranquilo p’a la mina que Dios lo protegerá como siempre, dijo la mujer con tono de preocupación.
-Menos cuando duermo, Milagro, respondió el hombre antes de partir hacia la mina, aún todo transpirado.
El azufre era transportado en cable carril desde zona vecina hasta donde habitaba la familia. El agónico tren, según el sueño de Segundo, lo transportaría con su serpenteante paso, imponente, desafiando al cielo separado de la tierra por la cadena montañosa. Entre soledad y sal, entre pueblo y pueblo, tradición y cultura enmarañada en ese paraje lejano de mi tierra.
En la ciudad, otra formación transportaría al elemento  químico de número atómico 16 y símbolo S con destino a la capital del país. Los pueblitos crecían, la gente vivía feliz entre fiesta patronal, himno en la escuela, risa contagiosa de los pequeños y los perros correteando a los gatos que huían hacia los cerros que parecían pechos maternales refugiando a los perseguidos. Pasaron los días, Segundo no lograba olvidar su sueño al que seguía interpretando como visión y que Milagro llamó pesadilla.
Una madrugada otoñal, cuando el sol comenzaba a perder fuerzas dando lugar a que sombras absurdas aparecieran vestidas con mantos corruptos, la pesadilla de Segundo fue gestándose como un feto monstruoso parido desde el centro de cerebros malditos, tornándose realidad.
El trabajo comenzó a escacear. Alguien repetía que un hermano del cuñado, de la mujer, del primo de su vecino de al lado, había escuchado de boca de un viajero que en la capital se decía que ya no era negocio rentable producir, sino traer de afuera. Segundo volvió a sentir aquel olor a muerte.  Sentía que se acercaba en silencio la sombra de la desgracia cada vez que escuchaba noticias provenientes de la capital. Y no eran pocas.
Una tarde, bajo un cielo plomizo que descargaba una nevada flojita sobre el lomo de las llamas y las montañas, el “dios” del yacimiento reunió a los obreros para presentarle a una visitante inesperada, cuyo nombre, se le ocurrió a Segundo, parecido a desgracia.
Decía que por decreto, la mina cerraría en pocos días. Segundo, revivió el sueño, pensó en Milagro y en los niños. Volvió a sentir que todo se convertía en ojos cerrados, ojos que se abrían, ojos que lloraban como los suyos. Y vio nuevamente a los ángeles tropezándose unos con otros.
Regresó a la acogedora casa donde albergaran, hasta ese mismo día, las esperanzas de un futuro que estaban asesinando. Volvía con la espalda doblada, la mirada ausente, el corazón palpitando como cortado en pedacitos y sin forma de unirlos nuevamente.
A pocos kilómetros de allí, sintieron un alarido igualito que el del sueño de Segundo. Fue el último grito del tren que moría. Segundo sabía  que lo estaban apuñalando.
Abrió la puerta de la vivienda, allí estaba Milagro abrazada a los niños, la noticia había corrido como corre la nieve por la falda tableada de la montaña.
-Tenemos que irnos dentro de poco, Milagro, vaya preparando las cosas que se puedan llevar. Acá ya no queda lugar p’a más nadie.
-Vio, mi viejita, lo apuñalaron nomás, dijo Segundo, tragándose las lágrimas para que sus hijos no notaran su flojedad. 
-No sé cómo haremos pa’ ir a visitar a sus hermanos, se acabó también la familia, mi vieja.
-¿Y dónde iremos? Preguntó la mujer acariciando el rostro entristecido de su compañero.
-Ay Milagro, mujer, ya vio que yo no sueño si no que tengo visiones. En una de esas, quién no le dice, empiece a soñar de nuevo. Por ahí sueñe que el gigante se recupera de esta puñalada, decía Segundo próximo a asistir a las exequias de lo que fuera su pueblito antes de convertirse en un fantasma insepulto entre el paisaje árido y las esperanzas despedazadas.
Algunas  mañanas, cuando el sol tímidamente asoma pareciendo ensartarse en los picos de la cordillera rasgando las sombras de la oscuridad, dicen que se escucha el aullido del gigante que yace a lo lejos, entre el herrumbre y el olvido. Sigue con el puñal clavado en su espalda de acero, dando desesperados manotazos tratando de acariciar los restos de una historia derrumbada.
-Que vuelva a soñar, Segundo, se lo ruego, pide Milagro a su Dios, todos los días
- Usté sabe lo bien qu’estábamos allá…

©Nechi Dorado


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La masa de bazeen*
Hace falta encandilar la historia nuevamente, mientras el mundo va de shopping en este occidente tan humano en el que Pilatos aparece redivivo. Pretenden girar el curso del oriente, girando el curso del mundo. Como si nada, como si correspondiera en serio, atropellando vidas, atropellando el cielo, atropellando a la tierra. Atropellando.
Estalló la locura tan absurda que se enquista como llaga purulenta en las conciencias más  obtusas. Institucionalizando el odio,  hombres que hablan idiomas diferentes acordaron, en alguna oficina muy lejana, que hay  pueblos que no pueden decidir por ellos mismos. Simplemente porque no, es suficiente. Orden y mando. No hacen falta preguntas ni respuestas. Tal vez porque no las hay.
El petróleo asume la jefatura, impera, ordena y unifica a Babel para que se entiendan todos.
Repitiendo lo mismo en otro idioma y en otro y en otro, todos dijeron ¡vamos! Y hacia allá fueron, cabalgando entre firmas avaladas por las voces encumbradas en protuberancias obscenas acariciadas por las garras  del silencio de otras voces. En esa Babel, extrañamente, se comprendieron todos.
-Hay que proteger del tirano a ese pueblo.
-¿Cómo lo haremos?
-Usted comienza, Monsieur.
-Invasión ¿humanitaria?
-Sí señor, hay que acabar con el tirano.
-Oh, my God, Oh Mon Dieu, Oh Gud, Oh Dio, Boże, oh Dios. Sí, Todos juntos amasaron O-Dios. OTAN...tos odios.
Hacia allí fueron sin que los llamaran, prolijamente auto convocados para agitar las alas de la tragedia anunciada. De prepo, como sea.
-¡Esto es lo que elegimos! gritaba el pueblo en las calles.
-No importa, se equivocaron, gritaron desde los pertrechos.
-¿Y quién lo dice?
-Nosotros, el mundo es nuestro y nadie debe dudarlo.
-Nosotros, fue el coro de bombas que cayeron desparramando cuerpos, derrumbando edificios, aniquilando cultura, etnias, pueblos.
Sobre todo derrumbando pobres.
La madre llora sobre lo que quedó del cuerpito de su niño. Un juguete de palo y trapo se escondió entre los escombros de lo que ayer fuera una covacha contenedora, a medias, de esas  vidas.
La masa de bazeen quedó enterrada bajo el polvo con esquirlas de cemento. No llegará a  su sitio, el centro del plato, porque hasta el gidir (1)   quedó     abollado en el rincón siniestro de la vergüenza ajena.
Granos de arroz también agonizan bajo escombros que desnudan  a esa vergüenza ya desnuda. El fuego va muriendo también, muy lentamente, o mejor dicho, se muda, como muda la serpiente su piel, por el camino.
¡Lloran niños asustados!
¡Maldicen padres con el puño en alto!
¡Gritan madres!
¡Corren perros!
¡Huyen aves espantadas por otras que lo parecen!
Pero ¡Ay, si son de acero!
Transfundieron su sangre por petróleo grupo y factor A Ee positivo. A de ambición, Ee de espanto exacerbado…
E de espanto que ruega.
E de espanto que clama.
E de  espanto que gime.
E de espanto, que  ¡espanta!
Y llueve odio.
Vuelan  hojas de libros derramando letras sobre las ruinas humeantes del despojo, despidiendo a la lógica que huye, hacia burdeles donde se esconde el miedo.
En la cocina donde se amasan los ingredientes con los que hornearán las masacres más imbéciles, firman acuerdos acordando, no importa esa extraña conjunción de lenguas enlazadas por la misma baba, lo importante es que las bombas estallen el mismo ruido.
¡¡¡Booommmm!!! y las llamas alcanzan altitud impostergable, como queriendo abrazar al cielo. Y no lo abrazan, simplemente lo incendian. Ya te dije, las llamas se mudaron.
Cocinaron el plato de entrada con destino a la mesa hipócrita donde el odio reina y el amor se acurruca. Mezclaron ingredientes esenciales para que quede impecable. Cocinaron más bombas para que sigan incendiando más cielo. Por si fueran pocas.
Hay otras bombas con relleno de silencio, las que arrojaron toneladas de indiferencia alcanzando el corazón de quienes están abocados a otras tareas. El consumo es el Atlas que sostiene en su espalda cansada a este mundo que están rajando de a poco, hay que salvarlo y para ello, nada mejor que acudir al llamado de la muerte.
Como siempre fueron pocos los de oído agudo, los que comenzaron a avisar que nubarrones de odio se encaminaban en aviones invisibles hacia la zona donde jugaban niños mientras las madres preparaban también meslalla (2).
A esos parlanchines históricos los llamaron “petardistas”, “panfletarios”, “agitadores” los que no se dejan de joder y se preocupan tanto por lo que está tan lejos, bajo el mando inadmisible del “tirano”… Los que generan caos, dijeron, los de siempre. Aquellos sobre los que cayó un muro poniendo de fiesta al mundo, hasta que aparecieron más muros  con la suerte de ser bendecidos, legalizados, sostenidos por la misma hipocresía que sostiene a los artesanos de misiles.
Se revolcó Libia entre el olvido cuando sobre ella escupieron un fuego y otro fuego y escupieron más fuego, más odio, partiendo el alma geopolítica del mapa. De un lado quedó la morbosidad danzando su danza entre los vientres abiertos.
Del otro lado van los hombres de idioma diferente pero con un solo cerebro compartido por la misma putrefacción. Hace falta ser precisos, no pueden, por su propia bestialidad,  resultar heridos los pozos de petróleo. El problema medular de tantos pueblos.
Del otro lado el dolor, pero es tan poco, es tan insuficiente para detener tanta masacre estúpida, asesina.
Ese petróleo que no debe, de ninguna manera, estar en manos de salvajes cuando al mundo que “se está partiendo” le hace tanta falta.
Yo consumo, tu consumes, él consume y deben consumir, voraces. Empacharse de consumo.
Ellos, los de Oriente Medio, ya no deben consumir más, fue demasiado, están obesos de petróleo. La obesidad no es sana, es peligroso cuando engorda a los “tiranos”.
¡Malditos sean los genocidas, malditos sean! Gritaba alguien entre las cenizas humeantes que ni la sangre pudo apagar, de ningún modo.
Y Dios-Alá lloró sobre los pedazos de cuerpos entre el fuego que no salió del infierno, sino que cayó del cielo cuando estaba distraído.
La masa de bazeen, desparramada, llora lágrimas de harinas.
Manos de madres vacías dejan atrás las caricias.
Canto de niños ahogados para siempre son tapados por el grito del infierno.
En la tierra, ¡están masacrando a Libia!
Luego irán donde está su hermana también obesa y eso es muy malo, es peligroso, hace engordar a los “tiranos”…

*mezcla de harinas hervidas.
1) olla de cobre.
2) ensalada de aceitunas.

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