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martes, 12 de agosto de 2014

El hombre que creyó ser



Caminaba el hombre por las calles adoquinadas del viejo poblado con la lentitud que el peso de los años exigía a los pasos. Cada mañana, cuando el sol se acomodaba sobre el cielo y las aves saludaban con trinos de colores el despertar imprescindible para que la vida transcurriera solemne, rutinaria, creía ser la reencarnación de algún personaje de esos que bailotean, marcando presencia, por las hojas amarillentas del libro que acumula retazos de la historia del mundo.

Así fue que un día dijo haber sido Zeus, en otro tiempo, y salió a juntar hojas de olivo para hacerse una corona. Pero las hojas se secaban. No logró que alguien le temiera y tampoco tuvo hijos para poder deglutir.

Entonces, dejó a un costado de su casa la rama seca que creyó su cetro y cambió el personaje, a la mañana siguiente.

Amaneció otro día creyendo haber sido Atila, pero se dio cuenta que no era azote de nadie. No tenía caballo y por donde pisaba seguía creciendo el pasto. Le faltó fuerza, le faltó coraje, le sobró cobardía y entonces dijo:

-Mejor cambio, me dedico a otra cosa. Este mundo está muy loco y ya nadie respeta a nadie. Se murieron los códigos, se perforan los sueños, esto se está poniendo demasiado extraño.

Fue cuando se le ocurrió que mejor era ser santo y al no encontrar a nadie que se hincara a su paso; o que se asustara con sus órdenes que sonaban tragicómicas y al carecer de un espíritu gregario capaz de aglutinar voluntades, de buenas a primeras cambió el rol asumido por unas horas y se borró del santoral donde creyó estar ubicado. Fue bajando despacito hacia la entraña de una tierra partida donde volvía a ser el hombre gris que fuera hasta ese día de su revelación final.

Una vez allí, acosado por una realidad que abofetea cuando menos te das cuenta, el tipo creyó ser distintos entes en poco tiempo. Pero no fue ninguno.

No pudo ser Napoleón, como pensara. Le faltaron batallas y teoría expansionista. También le faltó un 18 de Brumario, lo que le impidió hacer un Golpe que descuajeringara la historia. Cambió de rumbo, buscó por otro lado.

Se imaginó siendo Apolo pero volvió a derrumbarse su sueño por no tener belleza. Tampoco Cíclope, pues le sobraba un ojo. Ni qué hablar de ser Caronte, ya que no tenía barca y por más intentos que hizo tampoco llegó a ser Cerbero por tener tan solo una cabeza.

Tampoco pudo ser filósofo como creyó que podría ser, porque no le interesó el principio fundamental del universo y además le estaban sobrando mitos y no tuvo forma de acceder a la escuela de Mileto. No la encontró en la guía.

Quiso ser Anaxímenes, pero le faltó aire. El poco que había estaba contaminado.

Se sintió Heráclito, pero estaba incompleto y le falló el juego de los opuestos que no supo iniciar.

Trató de ser Pitágoras, pero le faltaron números y cuando quiso ser Parménides se le mezclaron todos los seres creando un caos infernal en su pobre cabecita alucinante.

Entonces, inició un viaje acercándose a un pasado más reciente creyendo que sería más fácil encontrar un personaje donde poder alojarse. Intentó ser Franco, por un rato, pero enseguida se dio cuenta que para eso, le haría falta un Guernica. Además, si bien era un hombre gris con su cerebro medio volado, mantenía pedacitos de alma enamorada. No podía así nomás, por propia voluntad, dejar su esencia herrumbrándose en el margen de su vida.

Pensó que bien podría ser un Jesús contemporáneo. Multiplicar los peces y los panes. Sanar a los enfermos. Redimir a las putas, ayudarlas a ser mujeres aceptadas porque ellas también tienen alma, como todos. Quiso ser transgresor. Quiso expulsar los demonios que habitaban en él mismo, los que no le permitían ser lo que quería sino parte de otra extraña vida que no aceptaba como suya. Como si todo eso fuera poco impedimento, no encontró a Poncio Pilatos y vio una imagen de Jesús ubicada muy lejos de donde el hijo de Dios, cuentan que había nacido. Y vio manchones de sangre, sintió ruidos que parecían partirle los tímpanos. Huyó de ahí, había alrededor demasiado espanto. Demasiado odio. Demasiado escarnio. ¡Ya no quería ser judío!

La realidad, sacudiéndolo por sus hombros, se encargó de demostrarle que no podría ser Jesús de ningún modo. No había cerca leprosos, no encontró la Decápolis así como tampoco pudo encontrar a un “demonio mudo” en este mundo donde los demonios se reúnen en ágapes festivos. Y hablan en todos los idiomas, dan órdenes y se reparten los pedazos de tierra y riquezas que generan los pobres.

Se convenció a duras penas que ser Jesús no era para él, que además no soportaba los genocidios y allá por donde el Cristo anduviera, eran moneda corriente.

Todo esto lo descolocó mucho más y ante cada desorden el tipo huía buscando otra figura que lo reemplazara. Apostaba a la elección por descarte.

Quiso ser Hitler y le faltaron judíos, homosexuales, gitanos, negros y comunistas. Y le seguía sobrando amor y eso resultaba excluyente.

Cuando trató de ser pintor notó con tristeza que había perdido un color y que sin ese, su obra quedaría incompleta. Arrojó su paleta de cartón y la ramita con la punta deshilada que creyó era un pincel de trazo desparejo incapaz de filetear bordes.

Una mañana, cansado de tantas frustraciones, eligió ser astronauta y nuevamente fue invadido por una terrible sensación de fracaso. Además, la luna estaba llena y tuvo miedo de ahogarse en esa panza de hielo. Y tuvo miedo de quedar ensartado en las puntas de las estrellas que cumplían el papel de custodios de la luna en un cielo amorfo, oscurecido.

El hombre gris, con el pelo alborotado y el alma en estado de transformación continua, quiso sentirse rey pero tampoco lo logró pese a realizar ingentes esfuerzos. Para ser rey, pensó, primero debía convertirse en parásito, esa es la ley y las leyes no se rompen así nomás. Y no hay rey cuando se tiene alma como tenía el tipo. Y no hay rey si sobra el sentimiento. Y no hay rey si se mantiene un poquito de cordura y mucho menos hay rey si sobra el sentido más común de los comunes.

-¡Ya se quién soy! Exclamó una mañana nublada ni bien abrió los ojos. ¡Yo soy Ícaro y puedo volar, acariciaré el sol y besaré la luna! Llegaré tan alto como nunca, seré grande, intocable. Seré un hombre sin sueños abortados.

 Subió a la parte más alta del techo de su casa; abrió sus brazos imaginando que eran alas y comenzó a agitarlos.

El hombre gris cayó al vacío de su propia existencia. Remontó un vuelo efímero para acabar su proeza estampado contra el piso adoquinado del viejo poblado.

En el mismo lugar donde naufragaran sus sueños de alas rotas carcomidas por la realidad más descarnada, el hombre se despidió de la vida sin haber llegado a saber quién fue realmente.

Ilustración: “El hombre” de Beatriz Palmieri

La única luz de la sala



Ilustración “La mujer y el gato” de Beatriz Palmieri


El rugido del viento hacía pensar que algún demonio errante intentaba ingresar en la habitación descascarada, donde solos, una mujer y un gato color óxido, compartían las horas de cada día y cada noche. 
El lugar parecía encubrir un extraño misterio, de hecho y con suerte aunque no se supo cómo, desde adentro de una alacena con puertas de madera despintada que colgaba de una bisagra apenas sostenida de la punta por un clavo sobreviviente de una época que demostraba haber sido esplendorosa, aparecía algo capaz de saciar otro rugido: el de las tripas al chocar entre sí en el centro de las panzas del dúo devenido en espectro luego del derrumbe de la economía familiar.

Algún grupo de ángeles gastronómicos de una orden de caridad benéfica, oportunamente camuflada como para permanecer en la trinchera clandestina de la madera reseca, ponía al alcance de la mano de la mujer: paquetes de caldos vencidos, fideos exiliados de algún envoltorio tomado por gorgojos, o unos terrones de harina endurecida, salpicada de hongos, donde finas telarañas parecían custodiar lo que hasta tiempo atrás fuera el polvo delicado del almidón. Las tiritas frágiles, hamacas de los parásitos, parecían haber formado un alambrado de seguridad.

La mujer de historia venida a menos se sentía condenada a padecer el castigo de Tántalo*. Ella y su gato, mimetizados uno en el otro, presenciaban desde la penumbra el derrumbe de un pasado que alguna vez auguraba eternidad, gloria, triunfo.
“Vánitas vanitatum, et ómnia vánitas: ‘vanidad de vanidades y todo vanidad’, solía ser la consigna finamente trabajada por la mujer frente a pilas de billetes acumulados a costa de lo que fuere, durante sus años de vida útil.

El viento potenció su rugido, aquello parecido a un demonio avanzaba hacia la imagen en estado de descomposición acelerado. El gato arqueó el lomo, afiló sus uñas y lanzando un maullido que apagó la única luz de la sala, se precipitó hacia la calle perdiéndose en el buche oscuro de la noche impresionante.
La mujer, haciendo uso de una varilla rescatada del piso escribió sobre la superficie de una mesa antigua cubierta de polvo: «Tempus fugit, asicut nubes, quasi naves, velut umbra». El se escapa como las nubes, como las naves, como las sombras.

La frase obtuvo la fuerza de un rito de despedida, quedando la mujer tendida de panza sobre el piso opaco de la casona añosa.
Afuera calmó el viento mientras el demonio se alejaba silbando.
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*Por despertar la ira de los dioses, el griego Tántalo fue castigado a vivir rodeado de árboles frutales y de un río de aguas cristalinas; sin embargo, cuando se acercaba para comer de los árboles o a beber del río, éstos se alejaban de él, obligándolo a padecer hambre y sed para toda la eternidad. Comparativamente se aplica para mencionar a esos que a pesar de tener todo al alcance de su mano no pueden acceder a eso.

Ella, esa, aquella



La mujer sigue allí, en la misma esquina donde algún día incierto naufragaran sus años que con seguridad fueron más vegetados que vividos. Nadie la reconoce por su nombre o apellido, para todos ella es simplemente ella, esa, aquella, cuando no, la rotosa, la mugrienta, la vieja loca, según la percepción de quienes la observen. Sobre todo para los afortunados de la vida, esos que suelen sonreír de costadito en tanto van buscando deficiencias ajenas.

Es comparable a un despojo, sobreviviente herrumbrado de un tiempo tal vez vivido a tropezones, imposibilitada para salir de su botella añeja donde los años taponaron su existencia. Transcurren sus horas entre la monotonía que envuelve lo repetitivo, circundada por el chasquido agudo de frenadas bruscas y bocinazos propios de alienados habitantes de una jungla de cemento, que pasan a su lado ignorando la imagen que refleja tanto patetismo. Ella tararea el Bolero de Ravel mientras sus huesos se desparraman sobre un escalón de mármol con el que comparte decrepitud.

Algún alma piadosa, conmovida por lo armonioso de su voz, deja caer algunas monedas junto a los pies donde cohabitan callos y durezas como gemas engarzadas en los herrajes de sus dedos huesudos.

Palomas que anidan en gárgolas de cemento bajan a picotear las miguitas que se escapan de su boca desdentada. La mujer, por momentos dormita un sueño estéril, recurrente, como esperando alguna respuesta que nunca llegó.

Lejos del lugar, muy lejos, en una dimensión inexplorada donde la sinrazón convive armoniosamente con la mística, dan la bienvenida a nuevos santos recién ascendidos que treparon por peldaños de oro con incrustaciones de diamantes, extraídos de las entrañas de una tierra marginada que no parecería existir si no fuera por los mapas.

Siguiendo la teoría científica que afirma que el peso de las almas es muy inferior al de los cuerpos vivos y prosiguiendo con la lógica no metafísica que indica que en la bóveda celeste no hace falta riqueza, uno se pregunta por qué esa escalera apunta hacia arriba y no al contrario como para evitar la existencia de esa gente en situación de súplica constante.

Los nuevos bienaventurados, profesionales expertos en ejercicios de abstracción del mundo real donde han estado, habiendo sido ni más ni menos que eslabones de una cadena larguísima de responsabilidades no asumidas, por ahí, con suerte, en algún tiempo dirijan sus miradas hacia abajo. Ojalá pudieran hacerlo antes de que termine el proceso de putrefacción de las almas insensibles que aglutinaron en su paso por la vida.

Pienso en ella, esa, aquella, la rotosa, la mugrienta, la vieja loca, mientras espero mi turno en la cola del banco. Siento como si estuviera padeciendo un brote alucinatorio. Comienzo a juntar palotes, círculos y semicírculos, tildes, puntos y comas, los acomodo, los pongo aquí, los saco, vuelvo a ponerlos allá, los rompo, los dibujo nuevamente, los tacho y los rehago hasta que al fin logro unirlos como piezas de un rompecabezas del absurdo. Si logro formar la masa como pretendo, irá a parar al horno donde se cuecen las palabras junto a las horas de los días desperdiciados.

Mientras tanto la mujer, como una cosa que dura en el núcleo de la selva cementada, seguirá esperando como siempre, nada.

Ilustración: Imagen de Google

El loro, mi loro

 
nechi.dorado@gmail.com

Yo no se si esa mañana fue que abrió sus alas que parecían dibujar un arco iris de plumas como queriendo abanicar las ramas del tilo en flor, o si en realidad quiso elevar una plegaria al gran dios Aestiva, ciego, sordo y mudo como suelen ser todos los dioses ante oraciones y súplicas. Tal vez fuera que pedía fuerzas para salir del cautiverio donde pasara sus días, durante años.

Lo que sí puedo asegurar es que trató de beber un sorbo de libertad cuando alzó su vuelo perdiéndose de vista, como si la brisa matinal soplara suavemente sobre su cabecita, donde el verde y el turquesa parecían querer competir entre sí avivando los tonos, de manera tal, que no habría pintor capaz de reproducir esa maravilla cromática.

El loro fue alejándose de mí, tanto, como nunca antes lo hiciera. Partía mientras mis ojos ejercían esfuerzos estériles tratando de demorar el escape de lágrimas desbocadas que comenzaban a correr por mis mejillas, ignorando los intentos de represión del desborde acuoso.
El ave trazó su rumbo yendo hacia la libertad interrumpida por mi absurda concepción de pertenencia. Humana concepción de pertenencia.

Duró poco ese vuelo que debería haber sido ininterrumpido; pese al dolor frente a la que imaginé una despedida; confieso que deseaba esa partida aunque no tanto.

No recorrió más de doscientos metros cuando lo vi regresar para meterse inesperadamente en ese eufemismo empleado cuando queremos hablar de una jaula, para no llamarla como en verdad debería mencionarse: una prisión.
Ingresó por la puerta embarrotada y se posó en el palo donde transcurrieron sus días de ave en cautiverio haciéndome sentir doblemente culpable. No solo sembré en su alma emplumada aquella concepción de pertenencia, sino que atrofie su sentido de autodeterminación.

El loro, mí loro, humanizado hasta en sus actos primigenios, continúa esperando que le alcance su comida.
Yo, la que prefirió domesticarlo, irresponsablemente.