Nechi Dorado
Obra pictórica: “La Vieja”, gentileza de la artista visual argentina
Beatriz Palmieri.
Como todos los domingos y
mientras daba vuelta las hojas de su vida arrimándose al capítulo final, la
anciana se acomodó bajo un árbol centenario de copa frondosa que fuera custodio
de las nidadas y de las travesuras infantiles. Ese que ya apuntaba sus brazos al cielo cuando los
primeros pobladores sembraban las semillas que darían forma y cuerpo a las
futuras generaciones.
La anciana tenía una
herida abierta que no terminaba de convertirse en cicatriz. Una frase disparada años atrás quedó
encallada en su corazón que los domingos parecía latir como un tambor alocado.
Amparada por la
complicidad del grueso tronco, vería desde lejos a su hijo. Era el día que el
hombre llevaba a misa a sus dos pequeños, dos hermosas criaturas que al llegar
al mundo crecerían con el impedimento de conocer a su abuela.
Era una vergüenza
que el niño supiera quién había sido ella y ni el santo al que la mujer
acudiera cada noche rogándole con voz partida, era capaz de darle una manito y ejecutar
el milagro tan ansiado.
(A veces la irracionalidad
se vuelve quiste, crece hasta convertirse en una metástasis que oxida el alma,
la apelmaza, llenándola de arrugas más profundas que las que asoman por los
cuerpos cuando los años vuelan por sobre el calendario donde circulan las
arterias de la vida)
-Algún día tendré que
atarme para no correr hacia ellos. No se cuánto tiempo podré soportar
mirándolos desde lejos, pensaba, mientras pesadas lágrimas se deslizaban por el
tobogán de piel morena, donde los surcos que deja el tiempo recogieran retazos deshilados de una vida repleta de
injusticias.
Fue hermosa esa mujer,
tanto, que en su juventud no hubo hombre que no la deseara y fue precisamente
esa belleza la herramienta facilitadora de pan y educación para su hijo, cuando
el padre se alejó para siempre tras un portazo llevándose consigo sueños y
mañanas.
Empezó su calvario sin
cruz en ese instante; continuó cuando un proxeneta descubrió sus ojos tan
verdes como la esmeralda resaltando sobre su piel canela; se multiplicó cuando el hombre pensó que tenía enfrente a una factoría humana capaz de generar
ganancias importantes.
El niño debía comer, crecer y hacerse hombre en un mundo hostil
donde se asesinan los sueños. Donde la mujer abandonada no es sino un trapo
arrojado hacia el centro de la humillación. Ella empezó a entender qué
decían cuando la llamaban “La Cata”.
A destiempo debió dejar de
amamantar al niño y fue allí cuando comenzaron a insertarse estigmas sobre su
cuerpo y sobre el fruto que agitaba sus piernitas en una cuna improvisada de
cartón y trapos.
(¡Siempre la necesidad
extrema tuvo la propiedad de despertar la creatividad dando coraje como para plagiar
lo que hace falta y con lo que se tiene a mano!)
La Cata se convirtió en
cabeza de familia mutilada con el canto enronquecido de un gallo descolorido,
una madrugada sin adiós, motor de impulso hacia la degradación pero que al menos calmaría el rugido de las
tripas vacías.
-Yo pienso, hija, decía su
madre con congoja, cuando el niño sea grande y se enfrente a la crueldad de
alguna gente del pueblo. No faltará quien le diga que su madre era…
-Comprenderá mami, sabrá
que fue por él, justificaba la mujer mientras dibujaba sus labios con el rojo
más brillante. El que tanto gustaba a los hombres.
Una mañana se fue su
madre. Partió sin rumbo conocido del que no se regresa, dejando al niño sin el ángel guardián de carne
y hueso, como fuera la abuela. El otro ángel circunscripto a ámbitos
intangibles sabido es que no suele pisar
los terrenos pantanosos, ni visitar casas con techos de chapas oxidadas.
El pequeño, pensaba “La
Cata”, debe estar preparado para la vida de la mejor manera. Cuando llegó la
etapa escolar inscribió al niño en el mejor colegio privado, uno que tenía la
capilla en la que daban misa los
domingos. No tenía dudas respecto a que ese sería el lugar donde mejor
formarían al pequeño. Allí, donde hay gente tan buena que habla de caridad,
amor, perdón.
Sobre todo le enseñarían a
perdonar los actos de su madre cuando supiera de las noches interminables en las que
inventaba pasión fingida revolcada entre gemidos pegajosos, enroscada en
espirales de babas espesas corriendo por
su cuerpo. Entre caricias no deseadas y ganas estalladas pero siempre ajenas.
“La Cata” ardía en los
camastros sucios del burdel donde otras Cata padecían situaciones parecidas a
las suyas, ardiendo sin fuego, simulando placer, haciendo esfuerzos por
esconder el asco.
Su niño entendería, cuando
fuera un hombre de bien, el esfuerzo de su madre por darle educación de la
misma manera que entendería que Cristo murió por nosotros y que María Magdalena,
puta también, fue resarcida.
El niño se hizo hombre
pero no del todo. Ella lo supo una noche mientras se preparaba para ir a su
trabajo. Fue cuando el muchacho arrojara ese dardo de palabras que impactaron
en el centro de aquella alma herida desde siempre.
-¡Puta, puta, me das asco! Escupió sobre el rostro canela de
su madre antes de dar un segundo portazo definitivo que le impidió ver las lágrimas que corrían,
dibujando filigranas sobre esa tez donde incipientes arrugas comenzaran a marcar
presencia antes de tiempo.
Años después, Catalina,
“La Cata”, supo que su hijo contrajo “matrimonio legal” con la hija de quien
fuera su mejor cliente, el comerciante rico del pueblo. El que dejara buenas
propinas sobre la mesita, testigo de noches clandestinas, al lado del camastro.
Con la muchacha tuvo a sus dos hijos hermosos a los que “la puta” tuvo acceso
prohibido.
El niño se hizo hombre
entre discursos culposos, vacíos de comprensión, cargado de tendencias
moralistas emanadas de criterios donde la idea de un führer quedara perpetuada “per secula seculorum”. Creció entre los
pliegues de un dios inacabado dejando atorados los mandamientos en la botamanga
de un pantalón sin contenido humano.
Creció sin darse cuenta
que fue devorado por una zanja de aguas envenenadas de odio. Atrapado en la telaraña de una moralina
absurda capaz de destartalar lógicas racionales, fue destripando la génesis de
su propia historia.
Dejando atrás el árbol
añoso, María Magdalena sin aureola luego de persignarse y rezar su enésimo
padre nuestro, regresaba a la casa arrastrando sus cadenas por las calles polvorientas
del pueblito. “Y perdona nuestros pecados…”se alejó diciendo, aunque no la
perdonaran.
A pocos metros de allí comenzaba
la misa.
*per
secula seculorum: eternamente, por los siglos de los siglos