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lunes, 22 de julio de 2013

Catalina (La Cata)










Nechi Dorado

 Obra pictórica: “La Vieja”,  gentileza de la artista visual argentina Beatriz Palmieri.

Como todos los domingos y mientras daba vuelta las hojas de su vida arrimándose al capítulo final, la anciana se acomodó bajo un árbol centenario de copa frondosa que fuera custodio de las nidadas y de las travesuras infantiles. Ese  que ya apuntaba sus brazos al cielo cuando los primeros pobladores sembraban las semillas que darían forma y cuerpo a las futuras generaciones.

La anciana tenía una herida abierta que no terminaba de convertirse en  cicatriz. Una frase disparada años atrás quedó encallada en su corazón que los domingos parecía latir como  un tambor alocado.
Amparada por la complicidad del grueso tronco, vería desde lejos a su hijo. Era el día que el hombre llevaba a misa a sus dos pequeños, dos hermosas criaturas que al llegar al mundo crecerían con el impedimento de conocer a su abuela. 

Era una vergüenza que el niño supiera quién había sido ella y ni el santo al que la mujer acudiera cada noche rogándole con voz  partida, era capaz de darle una manito y ejecutar el milagro tan ansiado.

(A veces la irracionalidad se vuelve quiste, crece hasta convertirse en una metástasis que oxida el alma, la apelmaza, llenándola de arrugas más profundas que las que asoman por los cuerpos cuando los años vuelan por sobre el calendario donde circulan las arterias de la vida)
-Algún día tendré que atarme para no correr hacia ellos. No se cuánto tiempo podré soportar mirándolos desde lejos, pensaba, mientras pesadas lágrimas se deslizaban por el tobogán de piel morena, donde los surcos que deja el tiempo recogieran  retazos deshilados de una vida repleta de injusticias.

Fue hermosa esa mujer, tanto, que en su juventud no hubo hombre que no la deseara y fue precisamente esa belleza la herramienta facilitadora de pan y educación para su hijo, cuando el padre se alejó para siempre tras un portazo llevándose consigo sueños y mañanas.
Empezó su calvario sin cruz en ese instante; continuó cuando un proxeneta descubrió sus ojos tan verdes como la esmeralda resaltando sobre su piel canela; se multiplicó  cuando el hombre pensó que tenía enfrente  a una factoría humana capaz de generar ganancias importantes.
El niño debía comer,  crecer y hacerse hombre en un mundo hostil donde se asesinan los sueños. Donde la mujer abandonada no es sino un trapo arrojado hacia el centro de la humillación. Ella empezó a entender qué decían  cuando la llamaban  “La Cata”.

A destiempo debió dejar de amamantar al niño y fue allí cuando comenzaron a insertarse estigmas sobre su cuerpo y sobre el fruto que agitaba sus piernitas en una cuna improvisada de cartón y trapos.
(¡Siempre la necesidad extrema tuvo la propiedad de despertar la creatividad dando coraje como para plagiar lo que hace falta y con lo que se tiene a mano!)

La Cata se convirtió en cabeza de familia mutilada con el canto enronquecido de un gallo descolorido, una madrugada sin adiós, motor de impulso hacia la degradación  pero que al menos calmaría el rugido de las tripas vacías.
-Yo pienso, hija, decía su madre con congoja, cuando el niño sea grande y se enfrente a la crueldad de alguna gente del pueblo. No faltará quien le diga que su madre era…
-Comprenderá mami, sabrá que fue por él, justificaba la mujer mientras dibujaba sus labios con el rojo más brillante. El que tanto gustaba a los hombres.

Una mañana se fue su madre. Partió sin rumbo conocido del que no se regresa, dejando al niño sin el ángel guardián de carne y hueso, como fuera la abuela. El otro ángel circunscripto a ámbitos intangibles sabido es que  no suele pisar los terrenos pantanosos, ni visitar casas con techos de chapas oxidadas.

El pequeño, pensaba “La Cata”, debe estar preparado para la vida de la mejor manera. Cuando llegó la etapa escolar inscribió al niño en el mejor colegio privado, uno que tenía la capilla  en la que daban misa los domingos. No tenía dudas respecto a que ese sería el lugar donde mejor formarían al pequeño. Allí, donde hay gente tan buena que habla de caridad, amor, perdón.

Sobre todo le enseñarían a perdonar  los actos de su madre cuando  supiera de las noches interminables en las que inventaba pasión fingida revolcada entre gemidos pegajosos, enroscada en espirales de  babas espesas corriendo por su cuerpo. Entre caricias no deseadas y ganas estalladas pero siempre ajenas.
“La Cata” ardía en los camastros sucios del burdel donde otras Cata padecían situaciones parecidas a las suyas, ardiendo sin fuego, simulando placer, haciendo esfuerzos por esconder el asco.
 Su niño entendería, cuando fuera un hombre de bien, el esfuerzo de su madre por darle educación de la misma manera que entendería que Cristo murió por nosotros y que María Magdalena, puta también, fue resarcida.

El niño se hizo hombre pero no del todo. Ella lo supo una noche mientras se preparaba para ir a su trabajo. Fue cuando el muchacho arrojara ese dardo de palabras que impactaron en el centro de aquella alma herida desde siempre.
-¡Puta, puta,  me das asco! Escupió sobre el rostro canela de su madre antes de dar un segundo portazo definitivo  que le impidió ver las lágrimas que corrían, dibujando filigranas sobre esa tez donde incipientes arrugas comenzaran a marcar presencia antes de tiempo.

Años después, Catalina, “La Cata”, supo que su hijo contrajo “matrimonio legal” con la hija de quien fuera su mejor cliente, el comerciante rico del pueblo. El que dejara buenas propinas sobre la mesita, testigo de noches clandestinas, al lado del camastro. Con la muchacha tuvo a sus dos hijos hermosos a los que “la puta” tuvo acceso prohibido.
El niño se hizo hombre entre discursos culposos, vacíos de comprensión, cargado de tendencias moralistas emanadas de criterios donde la idea de un  führer quedara perpetuada  “per secula seculorum”. Creció entre los pliegues de un dios inacabado dejando atorados los mandamientos en la botamanga de un pantalón sin contenido humano.

Creció sin darse cuenta que fue devorado por una zanja de aguas envenenadas de  odio. Atrapado en la telaraña de una moralina absurda capaz de destartalar lógicas racionales, fue destripando la génesis de su propia historia.
Dejando atrás el árbol añoso, María Magdalena sin aureola luego de persignarse y rezar su enésimo padre nuestro, regresaba a la casa arrastrando sus cadenas por las calles polvorientas del pueblito. “Y perdona nuestros pecados…”se alejó diciendo, aunque no la perdonaran.

 A pocos metros de allí  comenzaba  la misa.
*per secula seculorum: eternamente, por los siglos de los siglos

La rebelión de los formícidos











Nechi Dorado

Ilustración: obra gentileza de la artista visual argentina Beatriz Palmieri: “El mantel y las hormigas”

El pequeño ejército rumbeaba hacia el enorme parque,  como lo hacía todas las noches a la hora en que la luna se despereza para encender  las lucecitas del cielo.
Los diminutos seres sabían que a esa hora la cocinera sacudía el mantel de hilo bordado a mano, del que caerían las migajas que sobraban de los suculentos banquetes al que asistían otros insectos  bípedos y de mayor tamaño. A diferencia de los primeros, estos últimos, por ser de hábitos parasitarios, carecían de los  mínimos conocimientos sobre lo que representa la organización social y la división del trabajo, cuestión que tan bien comprendieron los primeros, llevándolos a la práctica a través del tiempo.

-Caramba, dijo la hormiga más despierta, la que tenía el espíritu crítico muy desarrollado y que pretendía inculcar,  sobre todo, a las más tímidas de la organización. ¡Siempre las migas, las sobras,  nunca se le caerá un trozo completo!
-Es cierto, respondió otra con fama de timorata,  agregando - pero tendríamos que dar  gracias porque al menos caen estas migas riquísimas.
-¿Agradecer qué?  ¡Tonta! respondió una tercera  que gustaba de imitar a la más crítica.  ¡Esto es lo que tiran, son sus desperdicios!  ¡Es hora de  empezar a exigir algo más porque nos corresponde! ¡Somos tan insectos como ellos!  Concluyó exaltada.

-¿Nosotras, con esta pequeñez qué podemos exigir? Preguntó la timorata abriendo los ojos más de lo imaginable.
-¡Mil veces tonta! Somos pequeñas, claro, ¿pero, acaso pueden esos grandulones organizarse como nosotras? ¿Acaso han dado muestras de sabiduría a lo largo de los años? ¿O es que  no viste como se van destruyendo poco a poco? ¿No te das cuenta que nos temen tanto que hasta para deshacerse de nosotros utilizan armas que los van exterminando a ellos también? ¡Son tan imbéciles como prepotentes!

Mientras se endurecía el diálogo  y algunos soldaditos  cargaban las migajas sobre sus hombros frágiles, en apariencia, los insectos más curiosos formaron una ronda alrededor de la revoltosa dispuestos a recoger su enseñanza.
Siempre era lindo escucharla, sobre todo, porque sabían bien que desde su más tierna juventud fue coherente con sus discursos. No hubo migaja que  comprara su conciencia ni siglo que modificara, lo que sabía, era inmodificable.  Solía decir, con total convicción, que el poderoso siempre es poderoso y lo seguirá siendo hasta que el insecto se subleve. Y agregaba enfáticamente, que  para serlo, debió pisar antes a muchos como ellos.

 -¡Escuchen bien! Exclamó sin temblor en la voz y convencida de que la hora había llegado y había que asumirlo.
-¡Deberíamos estar cansados del reparto de migajas  que hasta hoy conformó a algunos, es hora de tomar el comedor por asalto! ¡Estoy harta de esperar que sacudan sus manteles!  ¡Harta de que nos pisen y sigan como si nada!  ¡Harta de que nuestros viejos hayan muerto sin conocer las delicias que a ellos les sobran, siguió arengando!

-¡Sí, sí, sí, estamos hartos!  Apoyaba un coro que cada vez se escuchaba más fuerte.
Uno a uno, cada miembro del diminuto ejército se aprestó para cumplir con su tarea. La consigna fue escuchada y de todos lados comenzaron a aparecer soldados con sus aguijones cargados de piperidina, esa que hace arder y saltar las lágrimas cuando se incrusta.

A la mañana siguiente, cuando los dueños de la hermosa casona se encaminaban hacia  el parque para empezar su gimnasia aeróbica diaria, descubrieron la interminable fila de hormigas que como una serpiente negra recorría el enorme jardín.
 -¡Lucía! Gritó con voz de asco el apuesto dueño de la mansión,  llamando a la mucama. ¿De dónde salió esta cantidad de hormigas?  ¿Usted está otra vez sacudiendo el mantel en el parque? Preguntó bruscamente mientras llevaba su mano hacia la pierna izquierda donde la piperidina ya había dado  muestras de excelente calidad.

La fila seguía avanzando mientras Lucía comenzó a espolvorear el césped con un potente hormiguicida que le hacía arder la vista y que caía como fina lluvia letal causando algunas bajas en el combate desigual. Otra hilera de insectos comenzaba a socavar los cimientos que mantenían en pie la casona.
-¡Pronto caerá! decían dándose fuerzas unos a los otros, ¡pronto caerá! repetían los que se sumaban a la epopeya cargados de esperanza. Sin embargo, no parecían tener apuro aun sabiendo que la correlación de fuerzas no les era favorable.

 -¡Sabrán que no se debe minimizar tanto los derechos de los más desposeídos! Gritaba un ejemplar tratando de mantener la moral de la tropa en alto.
Aprovechando la confusión, la columna que dirigía la llamada revoltosa,   había copado el comedor. Comenzaba a trepar por las patas de la mesa enorme, de algarrobo lustrado, donde reposaban las sobras del desayuno suculento.

Pasaron muchos años, pasó mucho coraje y mucha bronca. Hasta donde pude saber no volvieron a caer migajas del mantel de hilo blanco bordado a mano. Me parece que en realidad ya no hizo falta.

Metros más adelante, desparramados sobre el césped yacían los escombros de lo que en algún momento parecía haber sido una hermosa casona. La luna, ya desperezada,  comenzaba a encender las lucecitas del cielo.















































































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