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domingo, 28 de octubre de 2012

¡Arriba las manos!


¡Arriba las manos!

 

Nechi Dorado

 

El joven se levanta cuando la mañana

se confunde con el pliegue de la tarde.

Va remendando sueños por pasillos

alfombrados de tierra apelmazada,

donde el amor se esconde tras cascotes

entre ratas y alimañas.

De dos patas.

 

Saldrá con sol estrellas lluvia vientos.

Con luceros y sin ellos.

Saldrá como quien sale a bofetadas

con la vida y con la muerte que

acaricia sus mejillas todo el día.

¡Todo el día!

 

A las trompadas se levanta.

A cachetazos con la gente

y a palazos contra el perro

que es el único que nunca

lo abandona.

Si  no conoce el calor de una caricia,

¿quién pretende que la diera?

¡Algún imbécil!

 

Y dura el joven, un poco niño, muy muy muy viejo.

Solo dura.

 

Algo le dice en voz baja

que hace falta que los pobres

sufran mucho antes de entrar al cielo

por el ojo de una aguja.

La mentira  susurra en sus oídos

taponados por el polvo.

Las escuelas se cerraron,

pero otras puertas se abrirán.

 

Será ese el premio cuando la muerte

Se lo lleve para siempre.

Si, claro. Para siempre.

¡Alto el precio!

Me parece.

 

En su bolsillo raído, tan deshilado como su alma,

lleva la foto de un santito milagrero.

Dicen, que si le reza cada noche,

hará un milagro.

Pero el santo distraído no lo escucha

no lo mira ni bendice

ni le arrima unas monedas

¡Nunca, nunca!

¡Tal vez, acaso, cuando llegue al cielo…!

 

Y el joven, tratando de jugar carreras

en esa compulsiva maratón contra los días,

acaricia una pistola y una faca.

Alguna de las dos, seguro que no falla.

 

Se empuja, envejecido como está,

antes de tiempo,

a robar a maltratar a asesinar

O a cualquier cosa. La que sea.

La que obligan los extraños

Paradigmas.

 

El hambre se revuelve en esa panza

Que hace ruido y se retuerce

estrujando la esperanza.

¡Acá todo es igual! Dicen que dijo.

Todo es igual.

Gritó: ¡Arriba las manos!

¡Y se le escapó el tiempo!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 4 de octubre de 2012

José Mas Akre, "Señor de la Vida y de la Muerte"






-¡Mirá vos! Yo que pensaba que esa enfermedad solo atacaba a los buenos. Parece que se enfermó el rey, comentó Belén a su amigo Tomás mientras leía los titulares de los diarios, esa mañana que la primavera no terminaba de despertar.
-Bueno, ¿Qué cosa se te ocurre? Respondió Tomás mucho más centrado en pensamientos que ella. Convengamos que todos podemos enfermar, es duro pero real.
-Claro, respondió Belén, sin prestar atención a esa respuesta, absorta como estaba en la descripción de la enfermedad del rey entronizado a fuerza de prepotencia matona.
Las noticias hablaban de José Mas Akre, Señor de la Vida y de la Muerte, según rezaba el diploma honorífico que describía el alcance que tendría su reinado en tiempos en que la humanidad era devorada por los sistemas inalámbricos que, como si fueran coladores, permitían que toda noticia que se produjera en el lugar más apartado del planeta, escapara por los agujeros para tener repercusión inmediata.
José Mas Akre era un personaje de bajísima moral, amante de las discordias y como rezaba su lema, Señor de la Vida y de la Muerte.
Allí donde posara su mirada hierática, fría y calculadora, la historia tenía la particularidad de mutar de pronto.
El decidía sobre todos los habitantes del reino, aún cuando éstos habitaran en otras zonas. Lucía una sonrisa que parecía plastificada, típico de la gente que no sonríe desde el alma.
Cuando enfermó, como enferma todo el mundo alguna vez, no produjo alegría en la gente que era muy distinta a él.
Digo, esa gente por cuyas venas corría la sangre humana, esa que no comparte siquiera el factor de los que rinden culto al espanto.
A diferencia suya que cuando asesinaba, utilizando para el trabajo sucio a un grupo nutrido de sicarios, salía a celebrar el crimen como corresponde a todos los que se nutren de la muerte.
Crimen, violación, desaparición, todo estaba definido en su propio diccionario en el que la palabra vida iba seguida de un “hasta que se me antoje”.
Belén, leyendo la noticia de su enfermedad, por esas cosas extrañas de la psiquis, recordó un episodio vivido hace tiempo atrás, mientras pasaba unos días en casa de su padre.
Sucedió un mediodía de esos en los que el sol pierde su vergüenza y se torna irrespetuoso, abrasando hasta los esqueletos, clavándose entre adiposidades, músculos y tendones, haciendo que la piel parezca un gran río salado dibujado en cada anatomía.
En momentos en que ella iba a tender ropa, sobre el césped reseco, vio una culebra cuya cabeza apuntaba hacia las patas de una paloma torcaza que comía las miguitas de pan con las que su padre las alimentara cada día.
Ante la imagen, Belén, sintiendo ausencia de su capacidad defensiva, solo atinó a gritar:
-¡¡¡Paaaaaaaaaa!!! en clarísima alusión a su padre, quien acudió presuroso al llamado intuyendo que la voz de su hija anunciaba algún peligro inminente.
Belén solo atinó a espantar a la palomita que alzó vuelo, tal vez desconcertada, dejando su almuerzo inconcluso.
Su padre tomó una pala cuyo filo se incrustaba, en momentos normales, sobre la tierra arenada para quitar las malezas. Esa vez, en cambio, impactó sobre lo que podría decirse que era el cogote de la alimaña en el supuesto caso que tuvieran cogote.
El bicho repulsivo hizo dos o tres contorsiones, como si danzara su último cadereo invertebrado sobre el césped.
Y murió con su carga de veneno atragantado, sin tiempo como para descargarlo sobre las patitas indefensas de la torcaza.
Belén recordaba la escena y volvió a situarse en ese tiempo. Volvieron las palabras que sucedieran a esa visión de la muerte por “asesinato”.
-Ay pa, ¡La mataste! Pobre bicho, no se como pudiste hacerlo.
-¡Nena! respondió el padre sin tener en claro que la “nena” ya no era tal sino una mujer casi a punto dehacer su entrada a la tercera edad cuando menos quisieran pensarlo.
-Era una yarará, no puedo ver a esos bichos repugnantes, muchas veces andan por acá. Todo lo que se acerca sin hacer ruido, lo que se arrastra y no avisa su llegada me resulta insoportable. ¡Qué la parió!
-A mí también, pa, pero la muerte me espanta, llegue por el motivo que llegue con o sin aviso. Hasta me causa horror la de una alimaña, me da un poco de cosita, ¿Viste?
-¡Vos siempre tan romántica, qué cosa más grande! Y eso que casi te morís vos del susto, murmuraba el viejo mientras metía en una bolsa el cadáver al que ni el calor de ese mediodía pudo entibiar un poco.
-¿Qué piensas? Preguntó Tomás cuando notó que Belén parecía mirar hacia un pasado traído de los pelos, de repente.
-Nada, respondió Belén, nada. Recordaba la historia casera de una culebra a punto de picar las patitas de una torcaza que comía miguitas de pan, un mediodía de sol abrasador, antes de que mi viejo la matara.
-Volviendo al tema, yo que pensaba que esa enfermedad atacaba solo a los buenos, repitió Belén.
-No, ataca a cualquiera, respondió su amigo.
-Si, si, pero es que la muerte me espanta llegue por el motivo que llegue, expresó Belén.
-Por supuesto, afirmó Tomás. Por supuesto y eso es, justamente, lo que nos diferencia.
-Che, ¿Y cómo saldrá de su enfermedad José Mas Akre?
-Ojalá la supere, tal vez esto le sirva para comprender que aunque tenga el título de Señor de la Vida y de la Muerte, también es vulnerable a ese designio.
-Ay Tom, me parece que a vos también te espanta la muerte.
-¡Claro que sí! Lo que no se es que tendrá que ver José Mas Akre con la culebra que matara tu padre. Mira que tienes facilidad para saltar de un tema al otro, mujer.
-Seee, en serio que sí, respondió Belén. Pero creéme, volví a sentir pena por la culebra.

El rosal y la culebra









Hacía muchos años que el rosal se erguía en medio de un paraje espeso. Dicen que nadie lo puso allí, que comenzó a brotar mezclado entre la nada.
No había mano que lo riegue ni sombra que lo proteja. Tampoco había voz que le susurre admiración frente a la ofrenda de sus pimpollos aterciopelados, que muchas veces, caían apresuradamente desparramando sus pétalos entre el follaje.
A sus pies, donde la raíz se oculta aferrándose a la tierra para proteger su crecimiento y darle la fuerza necesaria como para que no lo venza la tempestad, una culebra dormía su siesta bajo un sol que hervía hasta la médula del tiempo, empeñado por iluminar el paraje abriéndose paso entre la espesura de las matas.
La culebra no era visualizada por todos pero estaba allí, haciendo su trabajo constrictor.
Al ver el rosal solitario, algunos decían: -Esa es la planta de la muerte, está contaminada por el veneno del áspid.
Otros aseguraban que estaba maldito, exhortando a arrancarlo a cualquier precio.
Mientras la culebra seguía su siesta indigestada, acogotando la vida.
No faltaba quien asegurara que la planta ocultaba un mensaje infrahumano.
-Nacer así, espontáneamente, sin órdenes expresas, sin reglamento. Eso implica que lo puso ahí Satán. ¡Hay que extirparlo ya!
Ordenaban a diestra.
-Es hija del diablo, agregaban, mientras se persignaban temerosos de la proximidad de algún futuro armagedónico.
¡Y la culebra dormía con sueño sostenido!
El color seguía estallando desde las ramas de ese rosal abandonado, a pesar de profecías. No le hacía falta más que su voluntad para seguir viviendo. Lo sostenía su propia necedad por aferrarse a la vida.
La brisa desparramaba el perfume de los retoños, extendiéndolo como se extiende el amanecer cuando el sol deja de mirar de reojo las piernas a la luna.
Cuando rompe el horizonte y empiezan a desperezarse los primeros rayos.
Más allá de prejuicios nacidos desde dogmas de infiernos y demonios, la planta ofrecía el espectáculo vital de la solemnidad irrespetuosa que no admite ruegos, permisos ni limosnas.
A pesar de la culebra y su sueño.
Las raíces, silenciosas, casi titánicas, seguían tejiendo anillos cerrados alrededor del bicho repugnante que dormía, mientras la fantasía seguía entrelazando urdimbres de suposiciones.