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Cuentan mis amigos






Con motivo de la Feria del Libro en Venezuela -FILVEN 2012-

No piense y mire la pantalla. La lectura está herida ¡pero no de muerte!



Marcelo Colussi




Entre el 9 y el 18 de marzo va a tener lugar en la República Bolivariana de Venezuela una nueva edición de la Feria del Libro, la FILVEN 2012. Eventos como ese son siempre una buena noticia, y por supuesto los saludamos efusivamente.



Por lo que significan, justamente, merecen algunas reflexiones. Permítasenos empezar entonces con lo siguiente: “La televisión sin dudas es muy instructiva, porque cada vez que la prenden me voy al cuarto contiguo a leer un libro”, dijo alguna vez sarcástico Groucho Marx.



Cada vez más se constata que la lectura está en retirada y los medios audiovisuales –lenta pero irremediablemente– van ocupando su lugar. Sin caer en visiones apocalípticas ni en moralinas de “viejo regañón”, es un hecho que las nuevas tecnologías digitales centradas en lo audiovisual tienen un peso fenomenal. ¿Pueden competir un profesor con su clase magistral, o un libro, con el atractivo de una imagen colorida y en movimiento aunada a un mensaje sonoro? El resultado está a la vista: la imagen va reemplazando a la lectura. Cada vez, nos guste o no, se lee menos. Es infinitamente más fácil “bajar” información de internet, copiar y pegar, y no el ¿tedio? de pasar varias horas leyendo… Bueno, esa parece ser la tendencia dominante al menos.



¿Triunfó la imagen sobre el discurso crítico, sobre la lectura? Todo indica que sí. La lectura serena y reflexiva no desapareció, pero está seriamente enferma.



La especie humana es inteligente y realiza cosas maravillosas, por supuesto. Haber inventado estos ingenios tecnológicos que recrean virtualmente la realidad es fabuloso. Pero eso no quita que en muchos aspectos permanezca muy cerca de sus antepasados. Al igual que sus parientes no tan lejanos, los insectos voladores, la fascinación por la imagen deslumbrante es evidente. Las “luces de colores” atrapan, al igual que el bombillo eléctrico lo hace con un insecto volador. Lo prueba nuestra actual civilización basada en la imagen: televisión, videojuegos, cine, internet, pantallas de celulares. ¿Qué tiene esta tecnología de lo iconográfico que cautiva tanto?



La imagen tiene un poderoso atractivo fascinante en todo el reino animal; la psicología de la percepción e investigaciones en etología lo confirman: así como los insectos caen en la luz que los subyuga, también nosotros sucumbimos a los destellos luminosos.



¿Y la lectura crítica entonces?



Cómo será el ser humano del mañana, no lo sabemos. De lo que no caben dudas es que se está construyendo un nuevo sujeto (¿un nuevo monstruo?) que –pareciera– puede echar por la borda una actitud crítica y pensante producto de años (siglos, ¿milenios?) de maduración. Las tecnologías sirven cuando son instrumentos que facilitan la vida. Si empezamos a vivir para alimentarlas, si pasa a ser más importante la herramienta que el ser humano que la usa… ¡se hace imprescindible retomar muy en serio lo dicho por Groucho Marx! Por eso es tan importante seguir apreciando los libros, esa maravilla que sirve para hacer pensar.



Aunque cada vez más la cultura mediática y las tecnologías digitales nos vayan modelando con fuerza creciente; aunque cada vez más el “copia y pega” y la consulta rápida de “tips” decidan nuestra forma de aprender y comunicar; aunque el pensamiento crítico esté herido, quizá no de muerte, pero sí con pronóstico reservado, siendo lentamente reemplazado por una cultura de lo “light” y la superficialidad; si bien es cierto que cada vez más las nuevas generaciones crecen en un espíritu de rapidez e inmediatismo donde, por ejemplo, leer una larga novela de 300 o 400 páginas va siendo pieza de museo; pese a que, según la encuestadora Gallup –por cierto nada sospechosa de comunista– indicó no hace mucho, el 85% de lo que un adulto término medio urbano “sabe” en términos políticos-sociales e ideológicos proviene de los medios masivos de comunicación, la televisión fundamentalmente; si bien es cierto que la UNESCO vaticinó que en unas pocas generaciones toda la educación se hará en forma virtual prescindiendo del educador de carne y hueso y sin necesidad del diálogo directo; aunque estamos viviendo en forma creciente en medio de lo que se ha dado en llamar guerra de cuarta generación, es decir: un continuo bombardeo mediático irreflexivo –imágenes en muy buena medida– que nos llena día a día la cabeza con esquemas preconcebidos que nos adormecen y maniatan, donde hay “buenos” y “malos”, donde las fuerzas del capital y la modernidad ganan siempre la batalla sobre el Mal que representan los pueblos que alzan su voz –como sucede ahora en la Venezuela Bolivariana–; pese a que la consigna de nuestros tiempos, puesta en marcha por los grandes poderes que dominan la escena mundial, podría resumirse con la fórmula: “¡no piense y mire la pantalla!”; pese a todo ello….creemos firmemente que la lectura no ha desaparecido ¡ni debe desaparecer!



Por eso saludamos efusivamente la realización de esta Feria del Libro FILVEN 2012, pues representa una invitación a seguir leyendo, a seguir manteniendo el espíritu crítico, a seguir intentando ir más allá de una simplista y adormecedora cultura basada en la imagen como centro del mundo. Leer ha sido, es y debe seguir siendo un arma liberadora, un paso adelante en la titánica tarea de pararse críticamente ante la realidad, de construir alternativas, de pensar y tomarse muy en serio que “otro mundo es posible” (¡e imperiosamente necesario!, según lo vemos a diario).



El mundo actual, mundo post Guerra Fría, construido cada vez más desde poderes globales que lo deciden prácticamente todo, no hace precisamente de la reflexión crítica su bien más codiciado. Eso se reemplazó por un superficial hedonismo inmediatista donde la cultura de la imagen juega un papel clave (todo es cosmética, puro Fotoshop e imágenes siliconadas: no piense y mire la pantalla). ¡Pero la lectura no ha muerto, ni debe morir! Por eso es tan importante saludar eventos como una Feria del Libro (¡cuánta razón tenía Groucho!....)






El crítico de arte

Marcelo Colussi (Desde Guatemala. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
Cuenta la historia que alguna vez un grupo de visitantes recorría una afamada galería de arte acompañado de un connotado crítico. De pronto, en el medio de cuadros de atrevida estética, todo el grupo se detiene ante un enorme lienzo blanco en que sólo se veía un punto negro en su centro. Ante la obra, el crítico toma su más histriónico aspecto y, levantando la voz, dice: "vemos cómo aquí el autor quiere significar la infinitud del ser humano, a través de este minúsculo punto negro, ante lo inconmensurable del universo representado en todo este fondo sin color. Con hondo patetismo al par que con una técnica maravillosa, nos transmite la situación de desgarramiento existencial en que nos movemos, dejando ver cómo el microcosmos revela protocatalépticamente el macrocosmos, a través de un manejo sobrio de luces y sombras y con un posicionamiento filosófico profundo en bisectriz dicotómica". Los oyentes de tan sesuda explicación, en respetuoso silencio, asintieron todos con un ligero movimiento de cabeza, y uno de ellos -el que llevaba más cadenas de oro- pidió precio por la obra. Una vez firmado el cheque con el que se vendió esa "pieza única", cuenta también la historia que, ante el asombro de todos, el punto negro del cuadro… salió volando. Era una mosca.

Esta historia -quizá verídica, quizá no, eso no importa- me permite expresar algo que, para mí, reviste gran importancia: me gusta participar como colaborador en Argenpress Cultural porque, si bien esta es una revista cultural, está lejos, lejísimos, a años luz de distancia de situaciones como las arriba pintadas.

¿Quién dijo que una revista cultural debe ser esa caricatura de seriedad como la relatada en nuestra historia? Quién sabe quién lo dijo, pero es evidente que ese prejuicio decide sobre el perfil de muchos de los que se dedican a ese raro oficio de la crítica de arte. ¿Se será mejor y más
profundo crítico de arte cuantas más palabras estrambóticas se empleen?
Como en Argenpress Cultural, que si bien es una publicación dedicada a la cultura y al arte, no se cae en ese tipo de estereotipos -risibles, para mi gusto-, por eso, por su frescura y su falta de acartonamiento, es que me gusta participar.
Y ya que estamos, yo que no soy un artista, y muchos menos un crítico, me permito dejar una pregunta: el arte, ¿necesita de los críticos de arte? ¿Para qué?

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Marcelo Colussi

Rubicunda


Las lámparas ardían sin cesar ya bien entrada la madrugada. En la sala imperial estaban el emperador Constantino con tres de sus asesores sentados en torno a una inmensa mesa plagada de pergaminos y copas doradas con vino, y seis soldados de custodia algo más lejos, parados en torno a las dos puertas de la enorme habitación. Las caras tensas de todos los reunidos denotaban preocupación.
Así es, señores– sentenció Constantino con aire ceremonial. –Es imprescindible que en forma urgente hagamos algo… Y creo que los cristianos… Bueno, la jerarquía de los cristianos, todos sus obispos, el obispo de Roma, los de Oriente, el de Libia, todos ellos, de poder ser quienes hundan al imperio, si los sabemos poner de nuestro lado, podrán ser nuestra salvación–.
Sí, Majestad. Claro que sí, pero… no será tarea fácil–.
¿Y quién dijo que lo fuera? Nada es fácil, señores. ¡Nada! ¿O creen, acaso, que no costó muchísimo vencer a Licinio? Por supuesto que sí… ¡Pero lo hice!–, agregó levantando atronadoramente el tono de la voz. –Insisto: si los cristianos son el peligro para el imperio, no hay más camino que neutralizarlos–.
Es lo que venimos haciendo desde hace trescientos años, Majestad–.
Pero no alcanza. No alcanza, al menos, hacerlo de esa manera–.

De pronto, dirigiéndose a uno de sus asistentes con una copa de vino en la mano y los ojos llenos de un brillo asesino, Constantino preguntó casi con desdén:
Dinos, Plinio: ¿cuántos cristianos se llevan comidos ya los leones?
No sabría deciros la cifra exacta, Eminencia. Pero calculo que en estos últimos años…–, la expresión de desconcierto del interrogado era evidente. Sacando fuerzas de donde no las tenía, agregó: –calculo…este…que varios miles–.
Bueno, aunque no sepas la cantidad exacta, es evidente que matamos cristianos, y matamos más cristianos… y nunca deja de haber más. ¿Qué tiene esta creencia que atrae tanto a la gente?
En realidad, la última expresión del emperador no era una pregunta en sentido estricto. Era una reflexión con forma de interrogación. Se lo estaba preguntando a sí mismo.
Es que…estos cristianos siguen las enseñanzas de ese subversivo…– terció uno de los asesores, sintiéndose interpelado.
¿Quién? ¿Ese que llaman el rey de los judíos?–, interrumpió furioso Constantino.
El mismo, Excelencia. Ese mismo–.

Se hizo un silencio tenso en la estancia. Nadie se atrevía a continuar hablando a la espera de la reacción del emperador.
De pronto, dando un manotazo sobre la mesa, gritó imperioso: –¡A dormir, señores! Ya es muy tarde. Y haremos así: si matándolos no podemos detenerlos, neutralizaremos a sus jefes. Tal vez eso es lo que tendríamos que haber hecho hace tiempo: trabajar con la dirigencia en vez de hacer correr tanta sangre. Ya lo hablé con el obispo Osio de Córdoba. Haremos esa reunión aquí mismo, cerca de Constantinopla. Será en Nicea, para el mes de mayo–. Diciendo esto, se levantó. Todos lo hicieron tras él, y en respetuoso silencio lo saludaron agachando discretamente la cabeza.
Faltaban tres meses para el encuentro. Constantino había estipulado que el 20 de mayo, por la tarde, comenzaría el evento, el mismo día en que, por la mañana, darían inicio las celebraciones del triunfo sobre su rival Licinio con el que quedaba unificado el imperio. Para demostrar claramente que era el único emperador sin sombra de dudas, festejaría su poderío militar y político al mismo tiempo que pondría en marcha el plan para terminar con esa molestia de los cristianos, que no cesaban de crecer y fortalecerse.
Los preparativos para el concilio religioso se sucedían a marcha forzada. En relativamente poco tiempo fueron convocados cerca de cuatrocientos obispos de todos los puntos del imperio; incluso el obispo de Roma, Silvestre I, fue directamente invitado por Constantino a través de una carta firmada de su propia mano. Contar con esa presencia era fundamental para su estrategia imperial, estimaba el monarca. Faltando unas pocas semanas para el inicio de la gran cita, el prelado informó que no podría estar en persona debido a su avanzada edad, pero enviaba en su lugar dos representantes, Víctor y Vicentius.
No está mal– concluyó Constantino. –Por último, viene alguien–.
Los cristianos, de una secta esotérica, habían pasado a ser un verdadero poder a lo largo y ancho de todo el imperio. Si bien no detentaban ninguna autoridad política ni militar, su presencia moral les confería una fuerza que las lanzas de los soldados imperiales no lograban silenciar.
Esto de amarse unos a los otros todos como iguales, además de ser una locura, es peligroso. ¿Dónde se ha visto tamaña afrenta a la jerarquía? ¿Cómo permitirlo? Los de abajo deben temer a los de arriba, no amarlos. Y nosotros, los superiores, ¿cómo vamos a amar a nuestros súbditos, a nuestros esclavos?

Constantino el Grande, como gustaba hacerse llamar, no sabía mucho de teología. Ni le interesaba saber. Para él esas discusiones eran absurdas, una completa pérdida de tiempo. Con una de sus amantes, la preferida: Gilberta, se permitió ser bastante locuaz al respecto:
Para serte franco, yo, en lo más recóndito, sigo siendo un ferviente adorador del “Sol Invicto”, el dios al que profesaran respeto mis padres y cuya tradición me transmitieron. ¡No puedo entender esta moda moderna del cristianismo! Aunque en verdad, lo que más me incomoda de todo esto no son esas cuestiones ridículas de si el rey de los judíos fue mandado por un dios todopoderoso, si pudo revivir después de muerto en la cruz y si voló hacia los cielos. No, todo eso me tiene sin cuidado, Gilberta–, decía emocionado el soberano ante los ojos de una muchacha que lo miraba con ojos desorbitados luego de haber hecho tres veces el amor. Era evidente que la pobre no entendía ni una palabra lo que su señor le decía, pero no dejaba de seguirlo con atención.
¿Sabes qué es lo que más me indigna en verdad? Ese desprecio que tienen los cristianos por la autoridad. ¿Viste cómo nos desprecian a nosotros, la autoridad del imperio más grande del mundo? ¿Tú te has dado cuenta la forma en que tratan a nuestros soldados? No los agreden sino que… ¡los aman!
Mira, mi señor: con humilde respeto me permito deciros que, hasta donde yo puedo darme cuenta, ellos transmiten bondad, humildad. Cuando dicen que son todos iguales, ¿porque eso es lo que dicen, verdad?, pues… cuando dicen eso, lo creen. Lo creen y lo practican–.
Constantino quedó sorprendido. Jamás hubiera imaginado que una de sus amantes pudiese decir algo así. No sólo por el contenido de lo dicho. Eso, por lo pronto, ya lo exasperaba. Pero más aún lo sacaba de quicio que una mujer, una “vulgar amante”, como solía decir, pudiera tener criterio propio.
¡Pero qué! ¿Tú también eres cristiana entonces?–, vociferó el emperador.
La joven comenzó a temblar atemorizada. Ya sentía el filo de la daga en su garganta, y antes que ello ocurriera se tiró al piso abrazando los pies de su señor.
No, mi amo. No, por favor…Os pido perdón–. Las lágrimas brotaban profusas en sus ojos despavoridos.
Levántate, vamos, levántate–, dijo magnánimo Constantino. –No es contigo el problema. Pero me haces ver claramente lo que venía pensando, me lo reafirmas. Tú eres alguien del pueblo finalmente, una plebeya. Y ves en estos subversivos lo que, seguramente, ve todo el populacho: una promesa, y por tanto, ¡un peligro para el imperio!
Pero ¿por qué dices eso, mi amo y señor?–, preguntó Gilberta conmocionada.
¿Es que no terminas de verlo? Estos fanáticos, subversivos y revolucionarios, son un nuevo Espartaco para la seguridad del imperio. Y si no los paramos a tiempo serán ellos los que terminarán derrotándonos. ¡Pero ya sé cómo los neutralizaremos! Compraremos a sus dirigentes. Mucho oro, piedras preciosas, buenas ropas… ¿A quién no le gusta eso? Todo hombre tiene su precio, mi querida Gilberta–. Dicho lo cual, volvieron a hacer el amor dos veces más, con más ferocidad que las anteriores.

A los colaboradores directos del emperador llamó un tanto la atención tal acumulación de riquezas. Nunca habían visto tantas monedas de oro juntas, ni tantas piedras preciosas. Había objetos de arte y maravillas traídas desde todos los puntos del imperio, y de más allá: tapices de Persia, joyas de Libia, tejidos finos de Siria, marfil de la India, las mejores espadas de acero de Iberia, vinos de Grecia, adornos en mármol de Italia. En el botín se habían considerado también esclavas negras, atractivas jovencitas de provocativos cuerpos y lasciva mirada. Había también leones de Eritrea y rarezas como tigres de la Bengala o una gran alberca con animales acuáticos como serpientes marinas, medusas de colosal tamaño y cocodrilos gigantes del Nilo. Nadie sabía exactamente para qué era todo eso. Sólo el emperador lo sabía. El emperador y algunos de sus pocos asesores de confianza.
¡Magistral, Su Excelencia! Seguro que aceptarán. ¿Quién rehusaría a tanto esplendor?– fueron las obsecuentes palabras de alguno de ellos.
La oferta era más que generosa: fin de las persecuciones, fin de los suplicios para los cristianos y grandes riquezas para los obispos, para todos por igual, incluso cargos públicos en la dirección del imperio. Todo ello a cambio de moderar el discurso subversivo, o que al menos Constantino y la aristocracia gobernante consideraban subversivo, por parte de la secta de los cristianos. Había que demostrar que las enseñanzas del que consideraban su Maestro, ese carpintero predicador al que se le atribuían milagros y que hablaba del amor incondicional, de la igualdad entre todos los hombres, que todo eso era secundario. Lo importante era la adoración de un dios omnipotente, único, absoluto, no comprometido con cuestiones terrenales y que prometía a todos un paraíso eterno luego de la muerte. Y no era eso precisamente lo que había enseñado este judío ajusticiado junto a dos ladrones. Había que empezar a escribir una nueva historia.
El populacho, finalmente, cree y hace lo que le dicen sus dirigentes. Para algo nuestros antepasados habrán inventado aquello de “pan y circo”, ¿verdad?– explicaba Constantino sin tapujos. Su claridad, no por descarnada, era menos acertada.

Los obispos fueron llegando hacia principios de mayo. En general era gente pobre, del pueblo, convencidos de su obra y de su prédica. Todos habían aceptado ir a Nicea sin conocer de la oferta que les esperaba; pero todos habían visto en la propuesta del emperador la posibilidad de poner fin a la persecución de su gente. Eso es lo que les había impulsado a asistir. Eran ya trescientos años de sufrimientos, y si ahora se podía poner un remedio a esa situación, no era de desaprovecharse la ocasión.
Muchos de ellos habían sido duramente torturados por los soldados del imperio en años recientes, y todos llevaban a sus espaldas las indecibles penurias de su pueblo cristiano, en nombre del cual ahora hablaban. Todos los obispos fueron recibidos personalmente por Constantino, quien les presentó la oferta uno por uno.
También lo mismo fue para con Arrio, el rebelde presbítero de Alejandría.
Llegó acompañado de Eusebio de Nicomedia, pero por no ser obispo, si bien podía estar en el cónclave, no tenía derecho a participar en las deliberaciones. De todos modos, era figura clave. Era él, popular y amado por sus seguidores, quien constituía sin dudas el principal obstáculo para los planes de manipulación de toda la dirigencia cristiana. El problema estribaba en asuntos teológicos, pero de decisiva importancia práctica, políticos por tanto.
No importa si este predicador que andaba los caminos de la Palestina existía desde siempre como espíritu o fue creado en un momento por el dios que adoran los cristianos. No importa si son de la misma sustancia padre e hijo. Miren, señores: todas esas son pamplinas intrascendentes. Y si a este tal Arrio de Alejandría le interesa profundizar en esos temas y hacer una causa en la defensa de su tesis, bueno… mientras quede en puras discusiones teológicas, pasa. Pero si con esto de que Jesús era un mortal iluminado por el dios padre, lo que se transmite finalmente al populacho es la preocupación por la igualdad entre todos los mortales…, si es así: ¡señores, entonces estamos perdidos!
Las palabras de Constantino ante sus asesores más cercanos estaban cargadas de pasión, de profunda convicción. Se veía que en el asunto le iba la vida. Y no sólo la suya: ahí se jugaba la vida del imperio del que era amo supremo y conductor. Cualquier alzamiento que contradijera la rígida estructura social de las clases dominantes era una alarma intolerable. La rebelión esclava de trescientos años atrás aún estaba presente en la memoria de la aristocracia, y este movimiento que reivindicaba la igualdad solidaria entre todos los seres humanos tenía el valor de una nueva afrenta insoportable, peor que la de los esclavos.

Esto que os diré ahora es un riguroso secreto de Estado, y si alguno de vosotros osara hacer la más mínima confesión al respecto, confesiones de esas que solemos hacerle a nuestras amantes al calor de algún trago, si alguno cometiera la tamaña estupidez de permitir que se le escapase una letra al respecto, por mi honor de Emperador os juro que con estas manos le cortaré el cuello–. El silencio en la recámara era absoluto. Se podía escuchar la respiración alterada de todos; nadie se atrevía a tomar la palabra. Fue Lúculo quien se atrevió a preguntar:
Majestad, con todo el respeto del caso, ¿en qué consiste el plan?
Hay que transformar a este Jesús de Nazareth en un dios, una deidad inalcanzable, alguien que no tenga nada que ver con las penurias mundanas, alguien a quien se alabe por su majestuosidad inapelable y no porque incite a la rebelión–.
No necesitamos un nuevo Espartaco– agregó victorioso Lúculo.
¡Exacto!, querido amigo. Necesitamos un nuevo Júpiter, un nuevo Zeus. Que el populacho se preocupe por la salvación de sus almas, por la vida de ultratumba y que nos deje las riquezas tranquilas. Si ahora el dios de moda se llama Jehová, Jesús o judío crucificado, pues que así sea. Y si este harapiento carpintero barbado rey de los judíos nos sirve para mantenernos en paz: ¡viva Jesús de la cruz! Y hagámonos todos cristianos. Pero cuidado: ¡basta de rebeliones y amor entre iguales! ¿Está claro?
Como siempre que Constantino hablaba con ese tono lapidario, sus rodeantes callaban; y en muchos casos, temblaban de miedo. En este momento no estaba increpando a ninguno de los presentes, pero de todos modos su actitud era tan arrolladora, el brillo de sus ojos tan feroz y su voz tan estentórea que los cuatro acompañantes se sentían cohibidos.
Nunca se supo exactamente qué dijo el emperador a cada uno de los dirigentes cristianos con los que habló en forma personal. A todos les dispensó no menos de una hora en su cámara imperial. A todos ofreció buen vino y mejores viandas. También a los heterodoxos Arrio de Alejandría y Eusebio de Nicomedia.
Todos los obispos de entre los alrededor de trescientos asistentes, o la gran mayoría al menos, salieron rebosantes de alegría de su reunión con el sumo dignatario imperial. También Eusebio. Pero no así Arrio.
La propuesta de bienes materiales y cargos jerárquicos del imperio en sus respectivas zonas de influencia conmovió a la casi totalidad. También a Eusebio. Fueron necesarias fuertes reprimendas por parte de Arrio para que su compañero no cayera en la tentación de la oferta. Tocado en su conciencia, finalmente optó por defender las tesis arrianas durante el concilio. Pero las riquezas y el poder en juego inclinaron la balanza totalmente hacia lo que perseguía el emperador. Por casi absoluta mayoría todos los obispos decidieron anatematizar la posición arriana.
Dado que el mismo Arrio no podía tomar parte en las deliberaciones a puerta cerrada de los jerarcas por no ser obispo, durante mucho tiempo del cónclave se dedicó a vagar por la ciudad de Nicea, por los jardines del palacio donde se hospedaba, a contactar gente del lugar. Fue así que conoció a Gilberta, la amante preferida de Constantino.
La carne es débil– se decía Arrio justificándose, –y la mía mucho más aún–.
Fue conocerse y mutuamente desearse en forma desenfrenada. La pasión desatada era grande. Arrio no quería desentenderse un momento del desarrollo de las deliberaciones, y también quería estar todo el tiempo con su recién conocida amante. Entre una y otra actividad pasó los días en que tuvo lugar el concilio.
Parecía que todos los obispos habían aceptado de buen grado la oferta de Constantino y todos coincidían en la necesidad de dejar claro que Jesús era dios quitándole su carácter mundano. Pero ante ello Arrio decidió contraatacar. Toda una noche pasó junto con Eusebio redactando el alegato que usarían para probar la terrenalidad del predicador de Nazareth. Al día siguiente Arrio prefirió desestimar el llamado de Gilberta, quien tenía la certeza de estar sola todo el día puesto que el emperador asistiría a las reuniones con los religiosos; él quería acompañar fervientemente, aunque fuera del recinto, la defensa que realizaría su compañero delante a todo el sínodo.
Eusebio, gran orador, pronunció una encendido discurso en latín. Sus argumentos fueron contundentes, directos. No quedaban dudas que el Maestro, enviado de dios, venía a traer un mensaje novedoso para aquel entonces: el amor y la tolerancia. Era más importante incluso, según su fervorosa presentación, la figura de Jesús que la del mismo padre celestial. El nuevo movimiento de los cristianos, según sus palabras, estaba llamado a ser una salvación en un mundo plagado de injusticias y guerras. El amor incondicional entre todos los seres humanos era la clave, tanto como la renuncia a la soberbia, a la arrogancia que confieren las riquezas materiales y el poder.
Pero en medio de la ponencia de Eusebio fueron varios los obispos que lo interrumpieron al grito de “¡hereje!”, “¡blasfemo!”. Incluso, en un conato de agresión contra su persona, le quitaron de su mano el pliego donde tenía escritas sus notas y lo rompieron.
“¡Destierro, destierro!”– fue el pedido generalizado de los presentes. Constantino, presente en la sala de deliberaciones, sonreía complacido.
Consecuencia de ello fue que tanto el ponente, Eusebio, como la cabeza del movimiento, Arrio de Alejandría, fueron condenados al exilio. El libro de este último, Talía, un compendio de sermones usualmente cantados con profundo fervor por los feligreses de su diócesis, fue quemado públicamente.
Pero la otra consecuencia, seguramente la más importante, fue la aprobación del documento que el emperador tanto ansiaba, la declaración que legitimaba la naturaleza divina del predicador subversivo y que no daba lugar a futuras controversias, lo que posteriormente se conoció como el Credo Niceno: “Creemos en un Dios Padre Todopoderoso, hacedor de todas las cosas visibles e invisibles. Y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, engendrado como el Unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios; luz de luz; Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no hecho; consustancial al Padre; mediante el cual todas las cosas fueron hechas, tanto las que están en los cielos como las que están en la tierra; quien para nosotros los humanos y para nuestra salvación descendió y se hizo carne, se hizo humano, y sufrió, y resucitó al tercer día, y vendrá a juzgar a los vivos y los muertos. Y en el Espíritu Santo”.
Como era de esperarse, ni Arrio ni Eusebio firmaron el documento, marchando prestos al exilio. Tan apresurados salieron que Arrio ni siquiera pudo despedirse de Gilberta.
Todo esto trajo profundas consecuencias, tanto para los cristianos como para la dinámica del imperio. Cooptados los principales dirigentes de ese movimiento tan molesto a la corona que era la naciente iglesia cristiana, comprada buena parte de sus obispos con el oro imperial, las nuevas relaciones que comenzaron a tejerse entre ambas instancias fueron dejando atrás el espíritu fraterno de los primeros seguidores del Maestro Jesús. El lujo, la adoración de la riqueza y de los poderes temporales fueron haciéndose cada vez más presentes entre la jerarquía eclesiástica. Aquello de “poner la otra mejilla” terminó por ser una mera declaración vacía, y las mieles del poder fueron tiñendo la práctica cotidiana de los jerarcas, cada vez más hasta hacerlos sentir un nuevo poder, poder que persistió en el tiempo más allá del mismo Imperio Romano.
El cristianismo, a partir del concilio de Nicea, comenzó a hacerse cada vez más popular por todo el imperio, dado que ya no era perseguido; no llegó a ser aún la religión oficial en tiempos de Constantino, pero devino la religión popular, la religión de moda, pues era la que profesaba el emperador. De hecho, él cada vez más se intrometía en cuestiones supuestamente teológicas, pero que no eran sino la marcha política del movimiento hasta ayer contestatario. Eran, en realidad, cuestiones de Estado. Después de su intervención para forzar el Credo Niceno, se sentía ya un especialista en estos temas de fe. “El obispo de los de afuera de la Iglesia, gustaba decirse, no sin cierta sorna.
De esta manera, con su intervención se lograba dar fin a un largo proceso de unificación para todo el imperio. Con su reciente triunfo sobre Licinio había un solo emperador, y por tanto una ley y una ciudadanía única para todos los hombres libres. Para que la unificación fuese completa faltaba una religión única. De ahí la necesidad tan imperiosa de este concilio para lograr una sola cristiandad, dócil y uniformada al máximo posible.
La inversión en unas cuantas joyas y monedas de oro no fue mal negocio– reflexionaría satisfecho.
La iglesia cristiana, de un factor de enfrentamiento al poder, terminaría siendo con los años un poder en sí mismo. Caído el imperio, sería ella quien sobreviviría victoriosa.
Eusebio de Nicomedia, hábil político y pariente en grado lejano de Constantino, fue logrando acercarse nuevamente a la corona hasta lograr su rehabilitación. Finalmente llegaría a ser el confesor privado del monarca y quien lo bautizaría ya en su lecho de muerte, dado que Constantino nunca fue realmente cristiano durante toda su vida.
En un primer momento, apenas concluido el concilio en Nicea, el emperador había pensado que lo mejor para cortar en forma terminante con todas esas discusiones teológicas que sólo servían para confundir a la gente, sería acabar con Arrio. Había pensado mandarlo a matar, y eso mismo le contó a Gilberta en una noche de amor –con ella era con quien más se permitía esas licencias confesándole, a veces imprudentemente, secretos de Estado–.
Conmocionada por la noticia, la joven rogó una y mil veces al soberano con lágrimas en los ojos que reconsidera la medida. Constantino, hondo conocedor de las pasiones humanas, entrevió algo raro en ese ruego, y sin pensarlo dos veces hizo asesinar a Gilberta días después.
Por ahora, me conviene más vivo que muerto este loco de Arrio. Pero esta perra… ¡muy probablemente hasta me haya engañado con él!... Seguro que sí, si no, no me hubiera suplicado ese perdón–.
Ya no hubo cristianos comidos por los leones en el Coliseo. La feligresía cristiana, como ocurre siempre con la gran masa, no entendía muy bien qué estaba sucediendo. Las conclusiones emanadas de Nicea eran ininteligibles al común de la gente. Eso de la “consustanciabilidad”, de “engendrado pero no hecho” eran galimatías fuera de su alcance; lo cierto es que ya no había persecuciones. También era cierto –cosa que llamaba poderosamente la atención– que los obispos y predicadores de la palabra iban abandonando el contenido humanista y de preocupación por la cotidianeidad en sus sermones. Había pasado a ser más importante la salvación del alma luego de la muerte que la solidaridad y el amor en el día a día, cambio que afectaría inexorablemente a la iglesia cristiana para la posteridad.
Arrio vivió en el destierro por diez años, en una remota comarca de Eritrea, donde tenía expresamente prohibido predicar cualquier enseñanza religiosa, y mucho menos escribir. Pero luego, a pedido del mismo Eusebio de Nicomedia, quien ya había vuelto a ganarse los favores de Constantino, fue mandado a buscar del exilio. Por motivos que nunca quedaron claros, el mismo emperador, con la venia de muchos obispos, decidió su readmisión en la comunión de la iglesia. Eso iba tener lugar en junio del año 336, once años después de haber sido excomulgado en Nicea. Pero la noche anterior al acto de rehabilitación, murió en circunstancias extrañas, aparentemente envenenado.
Según un palimpsesto que data del siglo V que da cuenta fragmentaria de estos acontecimientos –hallado por investigadores ingleses alrededor de 1750 en lo que hoy es la zona del Líbano– y de acuerdo a las reconstrucciones un tanto azarosas que pudieron hacerse, todo indicaría que el emperador Constantino I el Grande mandó a una de sus amantes a seducir a Arrio, cosa que habría sucedido efectivamente, para luego, utilizando sus dones femeninos, proceder a envenenarlo. La mujer habría sido originaria de Eleusis –la patria de Esquilo– y, según el palimpsesto de marras, se llamaba Rubicunda.

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Marcelo Colussi

Historia del profesor y ella


Él era muy discreto. Muy buen profesor, sin dudas, pero sumamente reservado para su vida íntima. Bueno para hablar delante de un auditorio numeroso, temblaba cuando debía hablar frente a frente con alguien. Nadie sabía nada de él, más allá de su crónica soltería.

De ella, menos aún se sabía. Todo fue tan repentino que nadie llegó a conocerla en profundidad. Ya no digamos “en profundidad”; ni siquiera pudimos empezar a conocerla. Fue apenas saber de su existencia, cuando ya las cosas estaban consumadas. Que yo recuerde, fue la relación más rápida que haya visto. En realidad, fue fulgurante, veloz como un rayo. Y así como vino, con similar velocidad se fue.

Al principio, cuando nadie lo sabía, cuando el profesor aún no se había atrevido a hacerlo público, nadie podía tener la más mínima sospecha, porque no había absolutamente nada que lo permitiera inferir. Incluso después, cuando la situación se difundió ampliamente y nadie dejó de saberlo, el profesor siguió manteniendo la misma circunspección, la misma discreción. Jamás hablaba de ella.

Fue ella, en todo caso, y ya cuando la cosa estaba en boca de todos, que se dejó ver un poco más. Pero hay que decir que también ella, en términos generales, fue muy discreta. Sólo nosotros, que lo sabíamos y estábamos sensibilizados con la situación, pudimos ver algunos pequeños detalles. Quien no sabía nada del asunto, jamás lo hubiera sospechado. Es más: mi hermano, que para esos días estuvo de visita por aquí –él vive fuera de la ciudad– cuando conoció al profesor ni siquiera se le cruzó por la cabeza que existiera relación.

Eso fue bueno para el profesor, por supuesto. La relación misma tenía sus bemoles. Y si a eso le sumamos los inconvenientes que se originan cuando estas cosas toman estado público, me alegro de que todo se haya manejado con tanta discreción. La gente suele ser mala y entrometida en estos casos; todos comentan, todos opinan…, y nadie hace nada en concreto.

Soltero como era, casi sin familia ni amigos, un sobrino que tuvo que regresar a las carreras desde el extranjero fue el único que supo en detalles cómo ocurrieron en efecto las cosas. Fuera de él, y de un par de allegados íntimos, como mi caso, casi nadie supo nunca nada. Una vez que estuvo consumado todo, por supuesto, no se pudo seguir ocultando la situación. Llegados a un punto, esas cosas ya no se pueden disimular más.

Y les voy a decir algo más aún: pese a la intimidad que yo guardaba con el profesor desde muchos años atrás, pese a esa enorme confianza que él depositaba en mí, sólo en un par de ocasiones, y apenas de pasada, pude saber de su presencia, la pude ver con mis propios ojos. Él, lo repetimos, era muy pero muy reservado. Supongo que habrá sido por eso por lo que nunca  me confiaba nada, no me hablaba de ella, hacía como que no existía…

¡Pero existía! Y vaya si existía… Aunque también ella era preferentemente silenciosa, se sabía hacer sentir. De hecho, tenía infinitas formas de estar presente en la vida de él. Al principio no tanto, conforme fue pasando el tiempo más, su presencia fue creciendo en el profesor hasta, prácticamente, ser más importante que él mismo. Quiero decir: llegó un momento en que ambos estaban tan indisolublemente fusionados que ya no se podía distinguir quién era uno y el otro.

Sin dudas que eso era terrible. A mí, de sólo pensarlo, se me eriza la piel. Pero para el profesor, según me confesara alguna vez, eso le permitió entender muchas cosas de su vida, hacer un balance de todo lo que había hecho en años anteriores, y todo lo que dejaba como asignaturas pendientes.

Si bien todo fue muy doloroso, al profesor no parecía conmoverlo tanto. Realmente lo supo sobrellevar con entereza. Recuerdo que una vez que lo visité, unos pocos días antes del desenlace, él incluso estaba de buen humor, y hasta me dio algunas referencias de la histórica partida entre Capablanca y Alekhine de 1927, que siempre solía estudiar, aficionado al ajedrez como era. Quizá era un alarde de energía que quería demostrar, delante a ella, delante a mí que lo escuchaba, delante al mundo. Él sabía perfectamente que no había mucho por hacer, que aquello era imposible. Pero nunca quiso dar el brazo a torcer. Hasta el último momento pensó que lo podría superar….

Aunque un fulminante cáncer de cerebro a los 50 años lo terminó matando en cosa de dos meses, él pensaba que podía vencer a la enfermedad. Pero esa enfermedad no da escapatoria. Murió un jueves que nevaba mucho...

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Madre desesperada


Que ¿por qué lo hice?

Mmmmm…, difícil responder eso, doctor. Preguntado así, como usted lo pregunta ahora, hasta podría entenderse como una provocación. Es más: a mí me suena como un regaño. Casi un sermón diría. ¿Cómo que: por qué lo hice?

¿Usted no hubiera hecho lo mismo en mi lugar?

Mire, yo lo conozco muy poco, doctor; pero por lo que hemos hablado me doy cuenta que no es una mala persona. Usted mismo me comentó que tiene dos hijos, ¿no? Y viendo cómo es usted, me imagino que debe quererlos mucho, debe preocuparse por ellos.

Eran un varoncito y una niña, ¿verdad? Así recuerdo que me contó vez pasada.

Bueno, pero insisto: a usted lo veo buena gente. No creo que desatienda a sus hijos; no, para nada. Por el contrario. Una vez, recuerdo, cuando usted sacó su billetera yo vi –quizá usted no se dio cuenta– que allí lleva las fotos de ellos. Eso es lo que hace un buen padre, por supuesto: está pensando siempre en sus hijos. ¡Los adora!, los tiene siempre presente.

Y todo me indica, doctor, que usted adora a sus hijos. No le voy a decir que todos los padres del mundo los adoran. No, no…, claro que no. En esta viña del señor hay de todo; también hay mujeres, por ejemplo, que tiran a la basura a su bebé recién nacido. O hay también padres que ponen a trabajar a sus hijos tiernitos en cualquier cosa, pidiendo limosna. Hay de todo, sin dudas. Pero en general los padres amamos a nuestros hijos.

¿No los ama usted acaso?

Bueno…, es difícil de explicar, doctor, pero si tengo que decir que ¿por qué lo hice?, fue enteramente por eso: ¡porque amo infinitamente a mi hijo! Sí, sí: lo sigo diciendo en presente, como si él estuviera todavía aquí, entre nosotros. Para una madre –supongo que para un padre también– su hijo siempre está presente. ¿En qué otra cosa pensamos si no es en ellos?

Yo espero que a usted nunca le vaya a suceder algo tan feo con su hijo; pero si le sucediera, ahí me entendería lo que le digo, doctor: aunque no los tenga presente en forma física todo el día, uno, de padre, está siempre pensando en ellos. Y no hay edad para eso: desde bebé hasta que uno es grande. ¿O acaso sus padres no se preocupaban por usted cuando ya era adulto, cuando ya tuvo hijos?

Para mí, aunque sé que es casi imposible que vuelva a verlo, por allá a lo lejos siempre sigo manteniendo una lucecita y pienso que, quizá, algún día retorna.

Esto de hacer desaparecer gente, doctor, es lo peor del mundo. Mire, se lo digo con la más absoluta seguridad: yo pasé malos momentos en mi vida, momentos terribles podría decirle, cuando me operaron al Huguito de chiquito, por ejemplo. Ese, sin dudas, fue el peor momento. Él apenas tenía dos añitos, y tuvieron que hacerle una operación de higadito. ¡Pobrecito! Usted no se imagina cómo estábamos nosotros, los dos padres, los nervios que pasamos. El Huguito era el menor de mis tres hijos. Hasta creo que yo perdí peso de la angustia que pasé. Pero finalmente salió bien. Bueno, ese fue uno de los momentos más feos que recuerdo de su crianza. ¡Pero nunca sufrí tanto como ahora, con la desaparición!

Cuando a una le hacen eso con un hijo, la paralizan. Porque lo peor de todo, y se lo digo con seguridad, porque yo vi muchísimos casos de esos, lo peor de todo, doctor, es que una, de madre, no sepa qué pasó con su hijo.

Yo tengo una vecina, doña Luisa, cuyo hijo también estaba metido en política. Usted vio, doctor: en esa época toda la juventud andaba politizada. Eran otros tiempos… Y el muchachito éste que le cuento, Alberto se llamaba, parece que estaba bien metido. Yo a veces veía que entraban y salían de noche, entraban paquetes en autos. No sé, probablemente eran armas, o panfletos para repartir… No sé, bueno… no importa. Lo cierto es que el Albertito estaba bien metido; y un día le avisaron a doña Luisa que se lo habían matado. Dijeron que había sido un intento de copamiento a una comisaría, y que la policía había repelido el ataque. Bueno, así dijeron. La madre se volvió loca con el asunto. Ella tuvo que ir a reconocer el cadáver. Tiempo después, bastante tiempo, como tres o cuatro años, cuando ya me habían desaparecido al Huguito, me contó que vio el cuerpo de su hijo todo destruido, con los agujeros de las balas… Dice que fue algo horrible. Yo, la verdad, no lo vi así, porque lo velaron con el cajón cerrado. Pero al menos, doctor, y créame lo que le digo, al menos así ella supo qué pasó con su hijo. Lo pudo enterrar, puede ir al cementerio a llevarle flores. Tiene la seguridad de qué pasó.

Yo no. Y eso, usted lo debe saber, eso desespera, mata, arruina la vida. Simple y llanamente: no deja vivir.

Cuando hacen desaparecer gente, eso no es de casualidad. Según pude ir sabiendo después de la desaparición del Huguito, cuando me metí en ese grupo de derechos humanos con otras madres que sufrían situaciones similares a la mía, pude ir viendo cómo se arma todo esto. Me imagino que usted sabrá por qué desaparecen gente, ¿verdad doctor? No es de malos que son, ¡no, por supuesto! Es un plan fríamente calculado. Y eso pasó en muchos países; quiere decir que el asunto está bien organizadito, bien pensado. Cuando desaparece alguien, su gente cercana, su familia, sus amigos, al no ver el cadáver y poder darlo por muerto, queda siempre en una situación de espera perpetua. Y eso va volviendo loco. Si uno sabe que alguien murió, lo llora, lo entierra… y la vida sigue. Pero cuando eso no pasa, cuando no se sabe qué pasó con la persona desaparecida, la vida se vuelve un verdadero infierno.

Así viví yo, doctor, por espacio de quince años. Y me pregunto ahora, con toda tranquilidad: ¿por qué me hicieron sufrir tanto? ¿Con qué derecho me hicieron eso? ¿Qué mal les hice yo? Eso no tiene respuesta…

Yo sufrí mucho, mucho, muchísimo… Usted no se puede imaginar, doctor, lo que fue mi vida todos estos años. Ahora alguien podría decir que debo estar sufriendo, detenida como asesina e internada en un hospital psiquiátrico. Pero créame que no. No le puedo decir que estoy que me muero de alegría; pero como pude hacer algo por la desaparición de mi hijo, algo que por años estuve deseando, ya me siento más reconfortada.

Lo que yo querría es justicia, al igual que todas las otras madres que nos reunimos en esa organización. Justicia por lo que hicieron con nuestros hijos, que es lo mismo que decir por lo que hicieron con nosotras y nosotros como sociedad. ¿Quién le paga el sueldo a los militares, doctor? ¡Nosotros! Es con nuestros impuestos con lo que se les paga a ellos, y con lo que se compran las armas con las que ellos nos atemorizaron. ¿Le parece justo eso? ¿Le parece digno?

Yo, antes, jamás hubiera pensado una cosa así; pero al entrar a ese grupo fui empezando a tomar conciencia de todo esto, me fui sacando la venda de los ojos. ¿Por qué los militares masacraron de esa manera a la población? No es porque sean malos, porque son instintivamente unos asesinos, unos déspotas sedientos de sangre. ¡A ellos los usan, doctor! Son malos y asesinos, y sin dudas lo son, porque hay quienes así lo necesitan. Ellos se dedican a hacer el trabajo sucio; son los guardaespaldas, los matones de los acomodados, de los que nunca van a tener necesidades. Ellos hacen el trabajito inmundo de ir a hacer desaparecer la gente que lucha, que sueña, que cree en otro mundo. Y los que les dan las órdenes, los que los preparan, los verdaderos dueños del circo siguen con sus limusinas, sus aviones privados, sus cuentas secretas en Suiza.

Mire, con esto no le estoy diciendo que los perdono, que me reconcilié con ellos. ¡Para nada! Por 15 años he pedido justicia, y la voy a seguir pidiendo. No sé si lo que yo hice ahora es justicia… Quizá no. Quizá es simplemente un desagravio personal, un ajuste de cuentas. Pero… bueno: a mí me hace sentir mejor.

Y los militares yo no sé hasta qué punto saben que los usan. A veces creo que están tan super convencidos de su trabajo que realmente pueden dar la vida por su patria, por su bandera y por todas esas cosas con las que le llenan la cabeza, sin saber que realmente los que hacen el negocio no son ellos. Pero a veces también creo que más de alguno de ellos se da cuenta de esto. ¿Sabe por qué se lo digo? Porque una vez, justamente hablando con un militar, nos dijo en tono sarcástico que en Norteamérica no hay golpes de Estado… porque no hay embajada de los Estados Unidos. Inteligente, ¿no?

Bueno, ellos están preparados para ser esos asesinos. Y hacer desaparecer gente era su trabajo años atrás, desaparecerlos, torturarlos, matarlos…, todo para asustarnos, para amedrentarnos. ¡Sin dudas lo consiguieron!, ¿no le parece, doctor?

Bueno, pero yendo al grano, le cuento cómo fue la cosa, que es lo que usted me está preguntando. Después de desaparecido mi hijo, comencé a buscar por todos lados. Usted no se imagina lo que yo hice, las puertas que toqué, la cantidad de gente que vi. Con las otras compañeras del grupo empezamos a buscar con lupa, como detectives; y eso nos llevó a visitar cantidad de veces destacamentos militares. Al principio nos atendían bien. Eran unos hipócritas, por supuesto, pero al menos nos recibían. Con sonrisas falsas, totalmente fingidas, nos decían que no sabían nada, que jamás se hubieran imaginado que pudiera desaparecer gente de esa manera, que el ejército no tenía nada que ver con todo eso.

Así nos tuvieron durante varios años. Una se daba cuenta que eran todas asquerosas mentiras, pero nunca nos terminábamos de convencer que los desaparecidos podían estar muertos. Me imagino que usted debe saber eso, ¿no, doctor? Uno siempre se autoengaña en estas cosas, quiere creer que la realidad no es así de dura, que el desaparecido puede volver, que quizá está preso y en cualquier momento lo van a soltar, o que está en otro país y alguna vez va a regresar… Yo, como le decía, pasé años esperando así. Cada ruidito de la puerta me sobresaltaba pensando que era el Huguito que volvía. Hoy día, la verdad, aunque secretamente en el fondo de mi corazón no perdí las esperanzas, ya me doy cuenta que no es muy posible que regrese. Pero así se le van los años a una: esperando y esperando. Y con eso se logra lo que ellos quieren: postrarnos, maniatarnos, sacarnos de combate.

Bueno, lo cierto es que con el tiempo nos fuimos decepcionando en nuestra espera y en nuestras conversaciones con funcionarios y militares. ¡O fuimos abriendo los ojos!, que no es lo mismo. Y terminamos por irnos dando cuenta de cómo eran las cosas.

Los militares que nos atendían lo único que hacían era ganar tiempo. Nos daban excusas, y nada más. Jamás tuvieron la más mínima intención de averiguar nada. ¿¡Cómo iban a averiguar si eran ellos mismos los que nos estaban desapareciendo nuestra gente!?

Entre tantas visitas que fuimos haciendo, quien más veces me atendió a mí fue este tal García. Cuando comencé a contactarlo él era coronel. Al principio era particularmente amable. Incluso hasta llamaba la atención su cordialidad. Con las otras compañeras comentábamos eso: era particularmente dulce, nadie se lo podía creer. Recuerdo que siempre hacía lo mismo: en presencia nuestra agarraba el teléfono y llamaba, o hacía como que llamaba no sé a quién, supuestamente para averiguar. A los gritos, fingidos por lo que ahora me doy cuenta, pedía explicaciones a alguien, exigía que averiguaran, repetía el nombre de nuestros hijos. Era un verdadero actor.

Le juro, doctor, que yo, igual que muchas de mis compañeras, al principio nos lo creíamos. Era tan convincente en su actuación que parecía todo cierto. Pero al poco tiempo empezamos a ver que era todo falso. Jamás había pistas concretas, jamás avanzábamos nada en las averiguaciones. Siempre nos estrellábamos con el silencio más absoluto.

Este coronel García, lo peor de todo, es que tenía una actitud que hasta convencía. Pero ahí estaba el juego: hacía de bueno, pero en el fondo fue quien más nos distrajo, quien más nos engañó. Así nos tuvo ya ni recuerdo cuánto tiempo: años creo yo. Después fuimos dejando de verlo. Pero yo, aunque me lo desaconsejaron en la organización, ya como cosa personal, volví a verlo varias veces, en forma personal.

Y ahí me fue naciendo la idea, doctor. O sea que esto que hice no arrancó ahora, no fue algo improvisado producto de la pasión, de una reacción visceral. Si quieren creer que estoy loca, que actué llevada por algún demente impulso criminal, bueno, créanlo. No sé qué dirá usted, doctor. Me imagino que si me está tratando en un hospital psiquiátrico en el medio de todas estas pobres mujeres desquiciadas, me tendrán a mí también por una más de ellas. Bueno, para la psiquiatría, para el sentido común, quizá lo sea. Pero le aseguro con toda la claridad de mi mente y la decisión profunda de mi voluntad, le aseguro con el corazón en la mano, doctor, que lo que hice no estuvo guiado por ningún acto de locura. Fue una decisión racionalmente tomada, muy sopesada, muy equilibrada me atrevería a decir.
Yo pedí justicia durante años. Igual que a mí, a todo el grupo de madres no se nos tomó en cuenta, se nos desestimó, llegaron a tratarnos de locas. Y nosotras, doctor, le aseguro que no somos ningunas enfermas que vemos visiones. Somos todas, salvo algunas muy pocas excepciones, mujeres humildes, mujeres de pueblo, amas de casa, gente que no le hizo nunca mal a nadie, y a quienes la vida, bueno: ¡no la vida, sino esta guerra civil que sufrimos donde el ejército salió en defensa de los ricachones y poderosos!, a quienes toda esta represión feroz que se desató en el país nos arrebató nuestros hijos.

Si ellos hubieran sido delincuentes, pues se los debía haber juzgado. Si cometieron algún acto enjuiciable, entonces había que hacerles juicio. Ellos, le guste a quien le guste, eran soñadores que decidieron luchar por un mundo mejor, con más justicia. Y no había ningún derecho a hacerlos desaparecer como se hizo. Más aún: es un delito en sí mismo haber hecho todo eso desde el Estado, con la plata que nosotros pagamos como impuestos. Y lo peor: ese mismo Estado nos dio la espalda, no nos protegió, nos robó a nuestros muchachos y encima nos trató de locas, nos hizo a un lado, nunca nos dio respuesta. ¡Mucho menos justicia, por supuesto! Y finalmente terminó por agredirnos, por querer meternos presas a nosotras, por llamarnos desestabilizadoras y no sé cuántas estupideces más.

Yo, de católica que soy –aunque cada vez menos después de esto o, por lo menos, creyendo cada vez menos en la iglesia– no puedo aceptar esta injusticia. Si mi hijo no hizo ningún delito, si él era una buena persona que no quería el mal de nadie, ¿por qué fue tratado así? ¿Entiende lo que le quiero decir, doctor? ¿Realmente se da cuenta lo que le transmito? Yo no estoy loca: estoy muy consciente, absolutamente consciente de lo que hice. Se supone que los ciudadanos comunes no tenemos que tomar la justicia en nuestras manos, que para eso existe el Estado, la ley, los jueces. O, en todo caso, la justicia divina deberá intervenir. Pero como en esta última ya no creo mucho, y viendo que la justicia ordinaria nunca llegaba, que por el contrario nosotras íbamos quedando cada vez más en el lugar de victimarias y no de víctimas, tomé la decisión.

No lo hablé con ninguna de mis compañeras, lo reconozco. Quizá en ese sentido podría decirse que fue un impulso medio loco, si quisiéramos verlo así. Dado que estaba en un grupo de derechos humanos, debería haberlo hablado con mis otras compañeras. Puede ser. Pero así me salió hacerlo, doctor. Estoy segura que si lo comentaba, aunque todas las otras madres también hubieran querido hacerlo, la prudencia institucional hubiera recomendado no llevarlo adelante. En términos políticos quizá no era lo más recomendable. Aunque si uno lo ve desde el punto de vista moral: ¿por qué ellos sí podían hacer esas atrocidades, impunes, y nosotros, el pueblo, sólo tiene que aguantar? ¿Le parece moral eso, doctor? Y después se llenan la boca hablando de libertad, de democracia, de progreso. ¡Hasta de paz hablan los muy cínicos! ¿Usted puede creer eso, doctor?

Bueno, de esa manera fui tomando la decisión y empecé a preparar todo muy tranquilamente.

No se crea que fue fácil. ¡No, para nada! Estuve más de dos años preparando las condiciones. Empecé a seguir a este coronel García, a estudiarlo, a investigar cada detalle de su vida. Estaba segura, y sigo estándolo, que hacer justicia con él solo, con su persona, no es la solución. Pero ¿qué otra cosa se podía hacer? Todos los pedidos judiciales que hicimos, que fueron numerosísimos por cierto, quedaron olvidados quién sabe dónde. La única manera de hacerles algo, aunque sea mínimo, era tocar aunque sea a uno de ellos en esta forma personal.

Así nació la idea, y de esa forma fui haciéndola crecer lentamente. La fui madurando, podría decirle, porque no fue algo loco de decidirlo y al día siguiente hacerlo. No, no; no fue así. Me llevó tiempo.

Empecé a seguir, a investigar, a estudiar a este fulano. Él tenía dos hijos: un varón y una mujer. El varón también militar. Estuve estudiándolo por años, créamelo doctor. Luego vino su ascenso a general. Luego vino la ley de indulto para todos los militares. La gloria para ellos, el dolor para nosotros. Los de la limusina siempre siguieron igual: la guerra no les afectó mayormente. O no les afectó nada, porque siguieron tan ricos como siempre, y encima ahora con un país libre de delincuentes subversivos, como decían, y con una población asustada, quebrada. Y los militarotes volvieron a sus cuarteles llenos de medallas y honores. ¿Por qué nosotras tenemos que seguir sufriendo entonces? ¿No somos todas y todos hijos del mismo Señor, para decirlo como católica? ¿Qué mal hizo mi hijo, o hice yo como madre, para merecerme todo esto? ¿Por qué seguir viviendo toda mi vida, lo que me quede de esta triste vida que llevo, con esa sensación de dolor, de derrota, de impotencia? Más aún: de humillación, porque ahora cada vez que sale el tema de los desaparecidos aparecen con que hay que dejar el pasado atrás, que ya no toquemos ese tema, que el país necesita reconciliarse y no sé cuántas taradeces más.

Bueno, lo cierto es que fui juntando todo: cólera, frustración, dolor, resentimiento, sed de justicia si usted quiere decirlo así. Y finalmente lo hice.
Como era imposible llegar a los hijos del ahora general García, siempre con custodia, bien protegidos, apunté a sus nietos. Tiene varios. La nenita me pareció la más adecuada. Tenía cuatro años. Y como le decía, averiguando todo sobre él y su familia, supe lo de la fiesta de cumpleaños que iban a hacerle en ese club. No me pregunte los detalles porque no vienen a cuento ahora, doctor; lo cierto es que logré que me contrataran como ayudante de cocina en el salón donde iba a tener lugar la fiestita de la niña. Y una vez allí fue fácil. Nadie sospecharía nada en especial de una vieja mal vestida, una empleada doméstica, una humilde trabajadora que peina canas. Así que, apretando los dientes y pensando solamente en mi Huguito, le hundí como una docena de veces el cuchillo a esa niña. Ella no tenía nada que ver, seguramente; pero fue necesario hacerlo. ¡Fue justicia!

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Dirección equivocada

Marcelo Colussi. Especial para Argenpress


Con gran esfuerzo, trabajando más de diez horas diarias y sin dejar de interesarse nunca por sus dos hijos –que habían quedado viviendo con la madre luego de la separación, pero con quienes pasaba todos los fines de semana– Nabucodonosor logró graduarse de abogado.

No era común que alguien de 43 años terminase una carrera universitaria, menos aún trabajando como él lo hacía. Pero lo cierto es que lo logró. Y sus calificaciones no eran malas, hay que reconocerlo.

Desde que había roto con su ex esposa, con los hijos aún pequeños –el pequeño era un bebé de pecho todavía– se había dedicado sólo trabajar como mula en su pequeño negocio: una librería y fotocopiadora en el predio de la universidad, que él mismo atendía en persona y donde en los pocos, muy pocos ratos libres que le quedaban, leía para sus clases. No era especialmente inteligente (él decía que como consecuencia de su crónica desnutrición de cuando niño. Había comido carne vacuna por primera vez a los diez años, estando ya en la capital). Probablemente podría ser así; pero si bien es cierto que no era una luz, como contrapeso era terriblemente tesonero. Cuando no entendía algo, lo releía incansablemente, lo preguntaba hasta la saciedad a los catedráticos, a sus compañeros de clase, lo anotaba en papeles que leía hasta cuando estaba sentado en el inodoro…. Así era de perseverante Nabucodonosor.

Durante varios años, luego de la separación, no volvió a salir con ninguna mujer; sólo trabajaba y estudiaba. Los fines de semana, bueno…, el domingo, porque el sábado se quedaba sacando fotocopias hasta la noche, los domingos, decíamos, aseaba un poco su casa, lavaba su ropa –a mano, herencia de sus costumbres de la aldea donde aún el día de hoy las mujeres lavan en el río– y leía todo lo que podía.

A los golpes fue aprobando materia tras materia, y así llegó a tener el título. “Aboganster”, se dijo. Le daba un poco de risa el ejercicio de su profesión; pero tenía pensado dedicarse al derecho laboral, no para ser un gánster más –como tantos y tantos abogados– sino para dedicarse con sentido ético a defender trabajadores.

Una semana después de graduado, tan contento que no se lo podía creer, luego de almorzar con sus hijos como hacía todos los domingos, la vio en el restaurante. Por años la había cruzado en la universidad, sin hablarse nunca. Sabía que era docente en la carrera de Sociología. Ahora hacía ya unos meses que no la veía, quizá un año…, o dos. Se sorprendió con el reencuentro.

Mientras los niños jugaban en el área de juegos, se acercó a ella. Le resultó demasiado fácil todo. Eso no le podía estar pasando a él: graduarse, y una semana después de ser ya todo un abogado, caerle a ese encanto de mujer y obtener ya una cita luego de no más de un cuarto de hora de conversación. Además, ella era soltera, y por lo que parecía, con ganas de dejar de serlo.

“¿O será que esto de ser un profesional abre puertas tan mágicamente?”, se preguntó sorprendido. Lo cierto es que, habiendo recibido la tarjeta de presentación de Irma –así se llamaba su ¿amada?, de quien vio que era también abogada– quedaron en que el martes la pasaba buscando por su estudio.

Lo que restaba de ese domingo y el lunes siguiente fueron los días más felices de Nabucodonosor; estaba más eufórico que cuando obtuvo el título incluso. Se sentía que no cabía en sí. ¡Volver a salir con una mujer después de años! No lo podía creer. “¿Me acordaré todavía cómo se hace?”

Llegó el martes. Cerró la fotocopiadora más temprano que de costumbre. Se puso corbata –era de la vieja usanza, y para salir con una mujer las “buenas costumbres” así lo indicaban, se dijo–. Algo de perfume, una retocadita al cabello, y cinco minutos antes de la hora pactada estaba en el lugar. El edificio, más o menos humilde, parecía más una vivienda que lugar de oficinas. Tuvo que subir hasta el tercer piso por las escaleras (no había ascensor). Tocó timbre y salió un varón bastante gordo, calvo, de unos 60 años, en chancletas. Le llamó la atención un tic que tenía en el ojo izquierdo. Cuando preguntó por Irma, su interlocutor se puso pálido y casi cae desmayado.

“Pero… ¿quién es usted? ¿De dónde la conoce?”, preguntó secamente.

Ante esa respuesta, pero más aún, ante el tono con que fue interpelado, Nabucodonosor quedó atónito. Sin saber de qué se trataba exactamente, vio que la situación era, como mínimo, bastante rara. En un instante se imaginó las peores y más terribles cosas: que Irma era abogada de gánsters y que él, sin saberlo ni quererlo, se había metido en problemas. Ya se veía acribillado a balazos, sin terminar de entender por qué.

El que ahora se puso pálido fue Nabucodonosor.

“Es que ella…, esteeee….., ella me dio esta dirección en su tarjeta. Y, bueno…. Habíamos quedado que hoy teníamos que vernos”, pudo articular pobremente, con una mezcla de miedo, vergüenza y consternación.

“Pues sepa, señor, que Irma murió hace un año”.

Escuchando eso, nuestro héroe quedó estupefacto. Sin responder una palabra, sin despedirse, sudando frío, salió del edificio. Dos cuadras después se quitó la vida saltando los 50 metros del Puente del Yacimiento, cayendo estrepitosamente sobre una calle lateral. Los bomberos debieron trabajar más de dos horas para recoger lo que quedaba de su cadáver.

Post scriptum

El teléfono de la fotocopiadora de Nabucodonosor no paraba de sonar, y así estuvo por más de tres días. Irma llamada desesperada porque, en una confusión –acto fallido dirían los psicoanalistas– le dio la tarjeta equivocada. Desde que se había ido de su casa paterna donde antes tenía su despacho, peleada con ambos progenitores y sin hablarse nunca más con ellos en el año siguiente, era la primera vez que le sucedía algo así.








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