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jueves, 23 de agosto de 2012

Cicatrices de la historia


 
 
 
 
Un día de tormenta, uno de esos  cuando la tarde parece debilucha pues no se atreve a cruzar las fronteras de la noche, la joven esperaba el colectivo que la llevaría a su hogar luego de un día de trabajo desgastante.

A veces el viento suele convertirse en sepulturero de mañanas, cuando descarga sus ataques de ira y comienza a arrojar escombros que parecen guardados para un momento especial. Y fue ese, justamente, cuando la joven cerró sus ojos de prepo y  para siempre, enceguecida por la polvareda desprendida de un paredón enclenque, que no tuvo la fuerza para resistir el embate de un Eolo enardecido.

 

Sucedió a pocas cuadras de donde un riacho pastoso, abandonado a su suerte, yace anquilosado entre kilos de excrementos, residuos químicos, calaveras de chatarra y perros muertos que nadie llora, porque nadie fue su dueño. Junto a vagones de algún tren también asesinado cuando el ferrocidio tuvo fuerza de ciclón agregando una palabra más al diccionario.

 

En el centro geográfico del  barrio Buenashebras,  donde no hace muchos años miles de trabajadores y trabajadoras tejían los hilos multicolores que darían forma al pan en el centro de las mesas familiares, sobrevive estoica la osamenta de la fábrica abandonada en el centro de las seis hectáreas, donde ya no hay telares que acunen la siesta de los niños mientras las madres trabajan.

El tiempo corre veloz, tanto, que uno casi piensa que fue ayer nomás, cuando el país crecía y el trabajo era parte de la cultura proletaria.

Ayer que pasó a ser historia cercenada.

Ayer de ayeres sin visos de mañana.

 

 Frente a  la enorme mole enflaquecida a disgusto, por el tic tac del reloj y por un vaciamiento, tres cuadras de casas despintadas dejan al descubierto su edad. Llenas de arrugas, óxido y moho, unas de chapa y otras de mampostería, son un retazo vivo de lo que fue el entorno donde se erguía Grantelar, la enorme fábrica textil, orgullo del barrio que crecía.

 

La furia de Eolo, abusador de cosas carcomidas por la desidia, fue causante del estampido del nuevo derrumbe, entre tantos otros previos. El rugido de su furia sacudió a los habitantes del lugar, que conmovidos, cruzaron la gris avenida mientras los bomberos extendían cintas de plástico impidiendo el paso.

Acudió también doña Teresa cuando escuchó el desmoronamiento  y las frenadas de los vehículos de paso.

Doña Teresa que fue parte de las hilanderas de pan, en ese sitio.

Doña Teresa, “la Loca”, la llaman. Y así lo hacen los mismos que tiempo atrás creyeron volverse tan locos como ella.

-¡Son ellos! gritaba desesperada la mujer caminando entre la calle y la vereda, tomándose los cabellos como queriendo arrancarlos.

-¡Son sus gritos los que empujaron el paredón! seguía gritando.

-¡Ellos avisan que ahí están y nadie escucha! Sentenciaba, mientras los vecinos trataban de hacerla callar y no podían.

-¡Ahí viene el helicóptero! Decía dirigiendo sus ojos hacia un cielo que comenzaba a llorar gotas pequeñas.

-¡Los camiones y las sombras, vendrán de nuevo y gritarán todos, como antes! seguía diciendo la mujer en esa tarde sacudida, en Buenashebras.

 

Tiempo atrás, espectros como salidos de un infierno de repente, sombras dantescas que danzaban en las noches sus ritos de locura tallando el sepulcro del trabajo y de los sueños, irrumpieron por el barrio amparándose en la espesura de las noches sin custodias. Noches en que jóvenes y adultos empachados de vida, sacaban punta al lápiz con el que habrían de esbozar la obra inconmensurable de las nuevas mañanas.

Las sombras tantas veces maldecidas, se abalanzaron sobre ellos, con el encarnizamiento de la fiera que espera agazapada el paso de la sangre roja que fluye por las venas.

Los vecinos se encerraban en sus casas muy temprano, por entonces y, el silencio fue el personaje central en ese teatro de operaciones que hasta el momento, nadie pudo confirmar.  O nadie quiere, para ser justos y precisos. ¡Nadie quire!

No quieren ni siquiera saber si acaso allí podrían haber estado sus propios hijos y los hijos de sus hijos antes de ser devorados por el Zeus emergente de los agujeros donde antaño se atornillaron los telares.

Tronaban en las noches calmas de Buenashebras, helicópteros salidos quien sabe de qué pozo de espanto.

Camiones y sirenas rompían en pedazos la negrura y el silencio mientras bocas inmundas escupían  ráfagas de fuego que entonaban los acordes del preludio de  sinfonías de pánico que erizaba la piel. Era el canto fúnebre del odio entre los hierros y la mampostería abandonada en ese ayer sin visos de mañana.

Teresa enloqueció en aquel entonces, otros, más fuertes, hicieron del silencio un culto persuadido por el miedo.

Allí, entre la mampostería que fue tumba de la joven y del porvenir de tantos, un poco más allá en el tiempo.

Allí, entre recuerdos de ayes que los años amuraron entre nuevos ladrillos ajenos al esqueleto central que nadie sabe que cosa tapan.

 

Hoy hablan de esperanza futura en Buenashebras, entre las casas descascaradas y la promesa de nuevas viviendas que harán del lugar un sitio promisorio.

Y lo será, sin dudas, para bolsillos devoradores de moral y sentimientos.

 

Dicen que la memoria de una historia convulsa y despiadada, quedará clavada entre los maderos  del pozo que parirá nuevos cimientos. ¡A quién importa la memoria cuando ya está fallecida!

¡A quién importa si hay que asesinarla de nuevo las veces que haga falta para erigir otros proyectos!

Todo es desconcierto en Buenashebras, sólo Teresa “la Loca” se atreve a recordar lo inolvidable, en medio de la locura que se vuelve cuerda exonerando al terror, pretenden hacerla callar, pero no pueden.

Sigue diciendo, “la Loca”. Su voz trae a remolque los ayes que no nacieron en su pobre mente disociada.

Y sigue hablando por entre el nuevo paredón que reemplazó al caído sobre el cuerpito frágil de la muchacha que regresaba al hogar, aquella tarde debilucha, que no se atrevía a cruzar las fronteras de la noche.

Paredón donde con parejas letras azules hoy puede leerse “Buenashebras crece”.

Sólo el esqueleto de Grantelar, que muestra su osamenta abandonada a un costado de las seis hectáreas, podría ser el testigo fundamental si alguien quisiera saber de qué color era la ropa de aquella historia, que están a punto de asesinar de nuevo.

Atrapados por la ilusión del complejo que vendrá, arrastrada por cheques millonarios y acuerdos bajo la mesa, los amantes de la esperanza en un sistema donde el dinero es rey y la corrupción princesa, celebran la nueva muerte por asesinato de la memoria colectiva.

Buenashebras crece, reza el cartel y ya sabemos. Podrán pintar con brillos y promesas  las márgenes del parque transitable y el ensanchamiento de la avenida gris, como el recuerdo.

Sobre la memoria colectiva se agolpan otras sombras, llegan echando  sal sobre las cicatrices de la historia que seguirá sangrando, como siempre.

 

sábado, 18 de agosto de 2012

El vuelo del ángel






Volaba el ángel itinerante con sus alitas celestes agitándose despabiladas  sobre la aldea pobre  perdida en la maraña de la noche cerrada de un África, donde ni la ilusión se atreve a crear un nido.

Donde no hay dioses que se animen.

Ni milagros.

Recorrió los camastros donde figuras pequeñas, negras, flacas, descansaban del hambre, del dolor, de la tierra rajada,  del calor sin agua, del olvido.

Era tan triste la imagen, tan desolado todo, que el ángel agitó sus alas, asustado, y se alejó presuroso hacia otros lugares.

Encontró luego las mejillas rosadas de otros niños que dormían su sueño entre cobijas de algodón y  tul inmaculado.

Le gustó ese lugar y dijo el ángel mientras plegaba los plumones de sus alas:

-Mejor me quedo acá. Quiero escuchar sus risas cuando la mañana despunte y las flores se despabilen en las matas. ¡Se me parecen tanto estos pequeños!

-Pero ¿y los otros niños? ¿Los de pelito enroscado entre la nada?  Se preguntó de pronto, preocupado, tapando con las manitas sus ojos que lloraban.

-No, no, pensó moviendo su cabeza como queriendo alejar la visión de la otra aldea.

-Mejor me quedo acá. Ya vendrán otros ángeles por ellos.

Y se quedó nomás, como si nada.


¿Viste, Aída? Cuando amanece tan gris el día...




                                    A Aída   (y a esa historia de mi barrio)



Hoy amaneció lluvioso. Un gris plomizo invadió  este domingo de invierno y es precisamente un día como a mí me gustan. Cosa tan extraña ¿no? Digo, que sienta este placer inexplicable cuando el cielo parece a punto de largarse a llorar desesperado.

Cuando la sombra no se anima a aparecer del todo, pero está y se presiente.

Yo, que ando inventando sonrisas  en los momentos más angustiantes y que siento música hasta en los acordes del silencio. Parece contradictorio que sea en estos días cuando los recuerdos abren las puertas de mi ayer haciéndome sentir que llueven pétalos de infancia.

Me gustan los días plomizos tal vez porque me crié en días de plomo que caía inducido sobre nuestra historia pero pesa más el amor que el odio y la vergüenza.

Hoy, en este domingo que te cuento, me levanté como todas las mañanas, repitiéndome inútilmente que tengo que pensar en ir dejando el pucho como sea.

¿Dónde estará “como sea”?

Prendí el primero con la culpa de quien sabe que está haciendo algo mal (las culpas, ya sabemos, las metieron por todos lados, como para que aparezcan cuando disfrutamos algo y sobre todo cuando han sido la respuesta a montones de invitaciones previas)

Y lo que es peor todavía, porque uno sabe que se está haciendo mal, en este mundo donde si te ponés a pensar son más las cosas que te agreden, que las otras.

Como te decía, me levanté, tomé unos mates y fui a comprar ¡puchos! dejando la histórica reflexión, por enésima vez, para otro día.

¡Iba pensando que es tan lindo mi barrio! ¡Tan querible! Acá pasamos infancia y juventud, acá nacieron nuestros hijos y acá comenzaron a sorprenderse con cada paso descargado sobre estos senderos que llamamos vida, y que es maravillosa, aunque a veces golpee demasiado.

Nuestro barrio es como una cajita brillante de recuerdos imborrables. Todavía, si hacés un mínimo esfuerzo, podrás escuchar el chasquido de las escobas haciéndole cosquillitas a las veredas, cada mañana temprano, despertando a los gorriones.

Creo que el trash, trash de la paja contra el cemento era el que le abría los ojos, también, al día.



-Buenos días, doña Elsa ¿Y la nena?

-¿Qué tal coña Catalina? Ahí anda ese terremoto, en la escuela. Es terrible.

 (Aunque mi vieja y yo muchas veces empezábamos el día sin haber podido alcanzar el sueño, cuando fuerzas intolerantes entraban en casa buscando ideas escondidas. ¿Y el viejo dónde andaría? ¡Qué se yo!)

Te juro que muchas veces me parece escucharlas, todavía. A las escobas y a esas fuerzas, pese a que  estas últimas nunca lograron transformarse en pesadillas.

Nuestro barrio es como una bolita de colores mágicos, construida por  varias familias que  conformaron una sola. Una gran familia con los hijos desparramados, una tarde en cada casa.

Así crecimos todos, con varias mamás y varios papás. Entre caramelos de leche y bizcochuelos de vainilla, de casa en casa, de reto en reto porque hacíamos tantas travesuras como las que con los años repitieron nuestros hijos. Los vecinos hasta tenían el derecho adquirido   para regañarnos  sin que nadie se ofendiera.



Hoy al salir del quiosco de Piqui y Alicia me encontré con Aída.

¡Vieras que viejita hermosa! Cuánta ternura emana su presencia, con sus ochenta y pico   a cuestas  y todavía andando de compra en compra remolcando ayeres, testigo vivo, fundacional, de nuestro barrio.

Aída, abuela de sus nietos y un poco también de los míos.

¡Esa sonrisa de mi viejita dulce que no puede describirse! Como hizo toda la vida cada vez que nos encontramos,  tomó mi cara entre sus manos y me recriminó por el cigarrillo en la mano, pegando su frente a la mía, antes de besarme la mejilla con el mismo amor que recuerdo desde siempre.

Volvió a hablarme de un cuadrito que le hice hace tiempo, en mis épocas de artesana y que todavía tiene en su casa, fiel acopiadora de pasados tiernos.

Desde que se fue su esposo, jamás lo olvidó y pretende que tampoco uno lo olvide, por eso es que siempre nos lo trae cabalgando en un recuerdo. ¡Y cómo olvidarlo a don Pito, si su presencia te robaba una sonrisa cada vez que lo encontraras!

Mis hijos cuentan que todavía escuchan su silbido a lo lejos, como cuando él los llamaba agitando sus brazos despertando la ternura.



Siempre que te veo, Aída, siento que se abre la cajita de recuerdos y junto a ella aparecen mis viejos, doña Lidia y Nino, doña Anita, Josefina, Bety y Andrés, la Negrita. Pepe y Elda que ahora está con sus hijas en otro barrio.

Vuelven la Gringa y Nacho, doña Alicia y don Díaz, el farmacéutico. Los Andrada y los Miranda, don Santos y su esposa. Don José, el de las macetas floridas que le cargó el apodo “el Pibe Macetita”.

Doña María y Lisardo, doña Ramona, Andrés y Yolanda, doña Josefa y sus bendiciones, Lolo, doña Elsa y don Carlos, don Mingo, don Manuel, doña Catalina y Don Juan. Pocho, que se fue poco tiempo después que el padre de mis hijos, tal vez porque hacían falta jóvenes con poco más de medio siglo en las espaldas para ir a hacer un picadito, allá lejos, con los pibes que se nos fueron antes de tiempo, Pablito y Darío.

Chicha enfermita en tiempos de muñecas y sueños de mañanas. La que nos sorprendió con la cruda realidad que nos abofeteó tan duro. Supimos que a veces se  suele arrancar pimpollos, a destiempo.

Algunos  se fueron demasiado pronto, como abriendo caminos, tal vez para fundar un barrio allá, tan lejos, que hace falta un día plomizo, como este, para poder imaginarlo. Dejaron precipitadamente este barrio alegre y unido  cuando todavía podíamos dormir sin poner llave a la cerradura.

Cuando el vecino era un poco tu padre y las madres eran todas comunitarias, expertas sanadoras de rodillas raspadas y machucones en las piernitas.

Cuando la tarde era mate y las penumbras del día que se apaga, canto de grillos y aroma de jazmines trepando los muros. Cuando no teníamos rejas ni nos hacían falta.

Por ahí cuando lo funden,  a Donato quizás se le ocurra abrir otro almacén,  donde  irán los vecinos diciendo, nuevamente, “se lo pago la semana que viene”

Y Donato volvería a repetir “vaya tranquila señora”, agitando su mano como para alejar la vergüenza de pedir fiado  hasta fin de mes.

La plata nunca alcanzó a los trabajadores, condenados al sobresalto permanente. ¡Nunca!

Entonces, no hacía falta pagaré, tampoco garantía, tan solo la palabra, ese poder infranqueable  que marcaba un compromiso ineludible ¿Qué más hacía falta, por favor, qué más?  

¡¡¡ I-nol-vi-da-bles pedacitos de mi ayer y de mi siempre que tengo clavados como astillas que florecen, acá, en el centro de mi pecho!!!

Trocitos de historia tatuada en mi alma que el paso de los años no logró borrar como tampoco lograría si acaso fuera cierto que uno podría acceder a  otras vidas.



Pasaron los años, Aída y la palabra también  murió, pero por asesinato, creo que fue atenazada por la rigidez y la frialdad del plástico.

Nuestros viejos, en algún sitio, estarán creando nuevos jardines donde el aire se renueve constantemente como en aquellos donde correteaba nuestra infancia jugando a las escondidas. Aire que te pegaba en la cara antes de ser reemplazado por la penumbra de un cuarto entre jueguitos electrónicos insensibles al calor de la mano amiga.



Hoy nos encontramos, Aída, hacía rato que no coincidían nuestros pasos por la calle de siempre y eso que vivimos a pocos metros de distancia.

-Y claro, si cada vez estamos más encerrados, ensimismados, cada uno en su propio cascarón contaminado, te dije cuando me contaste que hace tiempo no me veías.

-Siempre pienso en vos, agregaste.

Y yo no tengo dudas, Aída. ¡No-tengo-dudas!



Sentir tus manos tiernas sobre mis mejillas fue el disparador de recuerdos grabados con el fuego del amor que ustedes nos inculcaron.

Y fijate una cosita, Aída, hoy   reprimí la emoción de decirte  gracias por ser parte de mi vida y permitirme ser parte de la tuya cuando colgaste mi cuadrito pintado con amor, como para que nunca me olvides y supieras cuánto te quise.

¿Te acordás que eso dije eso cuando te lo di?  

¡En cinco minutos quisimos hablar tanto que a uno se le olvidan algunas cosas.

 No, que bah, a vos no puedo mentirte. Es que decir gracias, a veces, hasta nos causa cierto pudor… ¡que tonta soy!



Hacías falta  vos esta mañana, Aída,  para que la maraña de recuerdos tejidos en mis venas se desboque nuevamente danzando un baile de ayeres incrustados.

Claro, viejita, hacía falta verte y hacía falta  que el domingo estuviera como este, porque ¿viste, mi vieja?

El barrio es hermoso pero cuando amanece tan gris el día…


























domingo, 5 de agosto de 2012

Sentencia

"Multiplicaré en gran manera tus dolores y parirás con dolor”.
Y con dolor los parió, nomás.
Y se hicieron hombres y mujeres en medio del dolor.
Y hasta los vio morir
cuando la guerra fratricida
reventó los espejos de sus almas.

Y vio a un hermano asesinando al otro,
inducido.
Y vio a un padre llorando sobre el despojo
humeante,
de lo que fuera su simiente
florecida,
disecada,
arrancada antes de tiempo
de la vida.

Y cuando alguien dijo, habrá un mañana,
ella volvió a temblar.
Y descansó su rostro entre las manos callosas,
recordando la sentencia:
“Multiplicaré en gran manera tus dolores…”

II

“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”
Y no ganó ningún pan,
apenas las migajas que caían
del plato del gamonal.
Y recordó nuevamente
la sentencia…

III

"Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida".
Y fue caníbal el hombre y la mujer,
cuando transubstanciaron el pan
diciendo que era el cuerpo del Padre.
Y fue vampiro cuando se bebió la sangre
Transubstanciada también.

Y siguió multiplicándose el dolor
por esta tierra.
Y ella volvió a recordar
tantas sentencias