A Aída (y a
esa historia de mi barrio)
Hoy
amaneció lluvioso. Un gris plomizo invadió este domingo de invierno y es precisamente un
día como a mí me gustan. Cosa tan extraña ¿no? Digo, que sienta este placer
inexplicable cuando el cielo parece a punto de largarse a llorar desesperado.
Cuando la
sombra no se anima a aparecer del todo, pero está y se presiente.
Yo, que
ando inventando sonrisas en los momentos
más angustiantes y que siento música hasta en los acordes del silencio. Parece
contradictorio que sea en estos días cuando los recuerdos abren las puertas de
mi ayer haciéndome sentir que llueven pétalos de infancia.
Me gustan
los días plomizos tal vez porque me crié en días de plomo que caía inducido
sobre nuestra historia pero pesa más el amor que el odio y la vergüenza.
Hoy, en
este domingo que te cuento, me levanté como todas las mañanas, repitiéndome
inútilmente que tengo que pensar en ir dejando el pucho como sea.
¿Dónde
estará “como sea”?
Prendí el
primero con la culpa de quien sabe que está haciendo algo mal (las culpas, ya
sabemos, las metieron por todos lados, como para que aparezcan cuando
disfrutamos algo y sobre todo cuando han sido la respuesta a montones de
invitaciones previas)
Y lo que
es peor todavía, porque uno sabe que se
está haciendo mal, en este mundo donde si te ponés a pensar son más las cosas
que te agreden, que las otras.
Como te
decía, me levanté, tomé unos mates y fui a comprar ¡puchos! dejando la
histórica reflexión, por enésima vez, para otro día.
¡Iba
pensando que es tan lindo mi barrio! ¡Tan querible! Acá pasamos infancia y
juventud, acá nacieron nuestros hijos y acá comenzaron a sorprenderse con cada
paso descargado sobre estos senderos que llamamos vida, y que es maravillosa,
aunque a veces golpee demasiado.
Nuestro
barrio es como una cajita brillante de recuerdos imborrables. Todavía, si hacés
un mínimo esfuerzo, podrás escuchar el chasquido de las escobas haciéndole
cosquillitas a las veredas, cada mañana temprano, despertando a los gorriones.
Creo que
el trash, trash de la paja contra el cemento era el que le abría los ojos,
también, al día.
-Buenos
días, doña Elsa ¿Y la nena?
-¿Qué tal
coña Catalina? Ahí anda ese terremoto, en la escuela. Es terrible.
(Aunque mi vieja y yo muchas veces empezábamos
el día sin haber podido alcanzar el sueño, cuando fuerzas intolerantes entraban
en casa buscando ideas escondidas. ¿Y el viejo dónde andaría? ¡Qué se yo!)
Te juro
que muchas veces me parece escucharlas, todavía. A las escobas y a esas fuerzas,
pese a que estas últimas nunca lograron
transformarse en pesadillas.
Nuestro
barrio es como una bolita de colores mágicos, construida por varias familias que conformaron una sola. Una gran familia con los
hijos desparramados, una tarde en cada casa.
Así
crecimos todos, con varias mamás y varios papás. Entre caramelos de leche y
bizcochuelos de vainilla, de casa en casa, de reto en reto porque hacíamos
tantas travesuras como las que con los años repitieron nuestros hijos. Los
vecinos hasta tenían el derecho adquirido para
regañarnos sin que nadie se ofendiera.
Hoy al
salir del quiosco de Piqui y Alicia me encontré con Aída.
¡Vieras
que viejita hermosa! Cuánta ternura emana su presencia, con sus ochenta y
pico a cuestas y todavía andando de compra en compra
remolcando ayeres, testigo vivo, fundacional, de nuestro barrio.
Aída,
abuela de sus nietos y un poco también de los míos.
¡Esa
sonrisa de mi viejita dulce que no puede describirse! Como hizo toda la vida
cada vez que nos encontramos, tomó mi
cara entre sus manos y me recriminó por el cigarrillo en la mano, pegando su
frente a la mía, antes de besarme la mejilla con el mismo amor que recuerdo
desde siempre.
Volvió a
hablarme de un cuadrito que le hice hace tiempo, en mis épocas de artesana y
que todavía tiene en su casa, fiel acopiadora de pasados tiernos.
Desde que
se fue su esposo, jamás lo olvidó y pretende que tampoco uno lo olvide, por eso
es que siempre nos lo trae cabalgando en un recuerdo. ¡Y cómo olvidarlo a don
Pito, si su presencia te robaba una sonrisa cada vez que lo encontraras!
Mis hijos
cuentan que todavía escuchan su silbido a lo lejos, como cuando él los llamaba
agitando sus brazos despertando la ternura.
Siempre
que te veo, Aída, siento que se abre la cajita de recuerdos y junto a ella
aparecen mis viejos, doña Lidia y Nino, doña Anita, Josefina, Bety y Andrés, la
Negrita. Pepe y Elda que ahora está con sus hijas en otro barrio.
Vuelven la
Gringa y Nacho, doña Alicia y don Díaz, el farmacéutico. Los Andrada y los
Miranda, don Santos y su esposa. Don José, el de las macetas floridas que le
cargó el apodo “el Pibe Macetita”.
Doña María
y Lisardo, doña Ramona, Andrés y Yolanda, doña Josefa y sus bendiciones, Lolo,
doña Elsa y don Carlos, don Mingo, don Manuel, doña Catalina y Don Juan. Pocho,
que se fue poco tiempo después que el padre de mis hijos, tal vez porque hacían
falta jóvenes con poco más de medio siglo en las espaldas para ir a hacer un
picadito, allá lejos, con los pibes que se nos fueron antes de tiempo, Pablito
y Darío.
Chicha
enfermita en tiempos de muñecas y sueños de mañanas. La que nos sorprendió con
la cruda realidad que nos abofeteó tan duro. Supimos que a veces se suele arrancar pimpollos, a destiempo.
Algunos se fueron demasiado pronto, como abriendo
caminos, tal vez para fundar un barrio allá, tan lejos, que hace falta un día
plomizo, como este, para poder imaginarlo. Dejaron precipitadamente este barrio
alegre y unido cuando todavía podíamos
dormir sin poner llave a la cerradura.
Cuando el
vecino era un poco tu padre y las madres eran todas comunitarias, expertas
sanadoras de rodillas raspadas y machucones en las piernitas.
Cuando la
tarde era mate y las penumbras del día que se apaga, canto de grillos y aroma
de jazmines trepando los muros. Cuando no teníamos rejas ni nos hacían falta.
Por ahí
cuando lo funden, a Donato quizás se le
ocurra abrir otro almacén, donde irán los vecinos diciendo, nuevamente, “se lo
pago la semana que viene”
Y Donato
volvería a repetir “vaya tranquila señora”, agitando su mano como para alejar
la vergüenza de pedir fiado hasta fin de
mes.
La plata
nunca alcanzó a los trabajadores, condenados al sobresalto permanente. ¡Nunca!
Entonces,
no hacía falta pagaré, tampoco garantía, tan solo la palabra, ese poder
infranqueable que marcaba un compromiso
ineludible ¿Qué más hacía falta, por favor, qué más?
¡¡¡
I-nol-vi-da-bles pedacitos de mi ayer y de mi siempre que tengo clavados como
astillas que florecen, acá, en el centro de mi pecho!!!
Trocitos
de historia tatuada en mi alma que el paso de los años no logró borrar como
tampoco lograría si acaso fuera cierto que uno podría acceder a otras vidas.
Pasaron
los años, Aída y la palabra también murió, pero por asesinato, creo que fue atenazada
por la rigidez y la frialdad del plástico.
Nuestros
viejos, en algún sitio, estarán creando nuevos jardines donde el aire se
renueve constantemente como en aquellos donde correteaba nuestra infancia
jugando a las escondidas. Aire que te pegaba en la cara antes de ser
reemplazado por la penumbra de un cuarto entre jueguitos electrónicos
insensibles al calor de la mano amiga.
Hoy nos
encontramos, Aída, hacía rato que no coincidían nuestros pasos por la calle de
siempre y eso que vivimos a pocos metros de distancia.
-Y claro,
si cada vez estamos más encerrados, ensimismados, cada uno en su propio
cascarón contaminado, te dije cuando me contaste que hace tiempo no me veías.
-Siempre
pienso en vos, agregaste.
Y yo no
tengo dudas, Aída. ¡No-tengo-dudas!
Sentir tus
manos tiernas sobre mis mejillas fue el disparador de recuerdos grabados con el
fuego del amor que ustedes nos inculcaron.
Y fijate una
cosita, Aída, hoy reprimí la emoción de
decirte gracias por ser parte de mi vida
y permitirme ser parte de la tuya cuando colgaste mi cuadrito pintado con amor,
como para que nunca me olvides y supieras cuánto te quise.
¿Te
acordás que eso dije eso cuando te lo di?
¡En cinco
minutos quisimos hablar tanto que a uno se le olvidan algunas cosas.
No, que bah, a vos no puedo mentirte. Es que decir
gracias, a veces, hasta nos causa cierto pudor… ¡que tonta soy!
Hacías
falta vos esta mañana, Aída, para que la maraña de recuerdos tejidos en mis
venas se desboque nuevamente danzando un baile de ayeres incrustados.
Claro,
viejita, hacía falta verte y hacía falta que el domingo estuviera como este, porque ¿viste,
mi vieja?
El barrio
es hermoso pero cuando amanece tan gris el día…
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