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sábado, 18 de agosto de 2012

¿Viste, Aída? Cuando amanece tan gris el día...




                                    A Aída   (y a esa historia de mi barrio)



Hoy amaneció lluvioso. Un gris plomizo invadió  este domingo de invierno y es precisamente un día como a mí me gustan. Cosa tan extraña ¿no? Digo, que sienta este placer inexplicable cuando el cielo parece a punto de largarse a llorar desesperado.

Cuando la sombra no se anima a aparecer del todo, pero está y se presiente.

Yo, que ando inventando sonrisas  en los momentos más angustiantes y que siento música hasta en los acordes del silencio. Parece contradictorio que sea en estos días cuando los recuerdos abren las puertas de mi ayer haciéndome sentir que llueven pétalos de infancia.

Me gustan los días plomizos tal vez porque me crié en días de plomo que caía inducido sobre nuestra historia pero pesa más el amor que el odio y la vergüenza.

Hoy, en este domingo que te cuento, me levanté como todas las mañanas, repitiéndome inútilmente que tengo que pensar en ir dejando el pucho como sea.

¿Dónde estará “como sea”?

Prendí el primero con la culpa de quien sabe que está haciendo algo mal (las culpas, ya sabemos, las metieron por todos lados, como para que aparezcan cuando disfrutamos algo y sobre todo cuando han sido la respuesta a montones de invitaciones previas)

Y lo que es peor todavía, porque uno sabe que se está haciendo mal, en este mundo donde si te ponés a pensar son más las cosas que te agreden, que las otras.

Como te decía, me levanté, tomé unos mates y fui a comprar ¡puchos! dejando la histórica reflexión, por enésima vez, para otro día.

¡Iba pensando que es tan lindo mi barrio! ¡Tan querible! Acá pasamos infancia y juventud, acá nacieron nuestros hijos y acá comenzaron a sorprenderse con cada paso descargado sobre estos senderos que llamamos vida, y que es maravillosa, aunque a veces golpee demasiado.

Nuestro barrio es como una cajita brillante de recuerdos imborrables. Todavía, si hacés un mínimo esfuerzo, podrás escuchar el chasquido de las escobas haciéndole cosquillitas a las veredas, cada mañana temprano, despertando a los gorriones.

Creo que el trash, trash de la paja contra el cemento era el que le abría los ojos, también, al día.



-Buenos días, doña Elsa ¿Y la nena?

-¿Qué tal coña Catalina? Ahí anda ese terremoto, en la escuela. Es terrible.

 (Aunque mi vieja y yo muchas veces empezábamos el día sin haber podido alcanzar el sueño, cuando fuerzas intolerantes entraban en casa buscando ideas escondidas. ¿Y el viejo dónde andaría? ¡Qué se yo!)

Te juro que muchas veces me parece escucharlas, todavía. A las escobas y a esas fuerzas, pese a que  estas últimas nunca lograron transformarse en pesadillas.

Nuestro barrio es como una bolita de colores mágicos, construida por  varias familias que  conformaron una sola. Una gran familia con los hijos desparramados, una tarde en cada casa.

Así crecimos todos, con varias mamás y varios papás. Entre caramelos de leche y bizcochuelos de vainilla, de casa en casa, de reto en reto porque hacíamos tantas travesuras como las que con los años repitieron nuestros hijos. Los vecinos hasta tenían el derecho adquirido   para regañarnos  sin que nadie se ofendiera.



Hoy al salir del quiosco de Piqui y Alicia me encontré con Aída.

¡Vieras que viejita hermosa! Cuánta ternura emana su presencia, con sus ochenta y pico   a cuestas  y todavía andando de compra en compra remolcando ayeres, testigo vivo, fundacional, de nuestro barrio.

Aída, abuela de sus nietos y un poco también de los míos.

¡Esa sonrisa de mi viejita dulce que no puede describirse! Como hizo toda la vida cada vez que nos encontramos,  tomó mi cara entre sus manos y me recriminó por el cigarrillo en la mano, pegando su frente a la mía, antes de besarme la mejilla con el mismo amor que recuerdo desde siempre.

Volvió a hablarme de un cuadrito que le hice hace tiempo, en mis épocas de artesana y que todavía tiene en su casa, fiel acopiadora de pasados tiernos.

Desde que se fue su esposo, jamás lo olvidó y pretende que tampoco uno lo olvide, por eso es que siempre nos lo trae cabalgando en un recuerdo. ¡Y cómo olvidarlo a don Pito, si su presencia te robaba una sonrisa cada vez que lo encontraras!

Mis hijos cuentan que todavía escuchan su silbido a lo lejos, como cuando él los llamaba agitando sus brazos despertando la ternura.



Siempre que te veo, Aída, siento que se abre la cajita de recuerdos y junto a ella aparecen mis viejos, doña Lidia y Nino, doña Anita, Josefina, Bety y Andrés, la Negrita. Pepe y Elda que ahora está con sus hijas en otro barrio.

Vuelven la Gringa y Nacho, doña Alicia y don Díaz, el farmacéutico. Los Andrada y los Miranda, don Santos y su esposa. Don José, el de las macetas floridas que le cargó el apodo “el Pibe Macetita”.

Doña María y Lisardo, doña Ramona, Andrés y Yolanda, doña Josefa y sus bendiciones, Lolo, doña Elsa y don Carlos, don Mingo, don Manuel, doña Catalina y Don Juan. Pocho, que se fue poco tiempo después que el padre de mis hijos, tal vez porque hacían falta jóvenes con poco más de medio siglo en las espaldas para ir a hacer un picadito, allá lejos, con los pibes que se nos fueron antes de tiempo, Pablito y Darío.

Chicha enfermita en tiempos de muñecas y sueños de mañanas. La que nos sorprendió con la cruda realidad que nos abofeteó tan duro. Supimos que a veces se  suele arrancar pimpollos, a destiempo.

Algunos  se fueron demasiado pronto, como abriendo caminos, tal vez para fundar un barrio allá, tan lejos, que hace falta un día plomizo, como este, para poder imaginarlo. Dejaron precipitadamente este barrio alegre y unido  cuando todavía podíamos dormir sin poner llave a la cerradura.

Cuando el vecino era un poco tu padre y las madres eran todas comunitarias, expertas sanadoras de rodillas raspadas y machucones en las piernitas.

Cuando la tarde era mate y las penumbras del día que se apaga, canto de grillos y aroma de jazmines trepando los muros. Cuando no teníamos rejas ni nos hacían falta.

Por ahí cuando lo funden,  a Donato quizás se le ocurra abrir otro almacén,  donde  irán los vecinos diciendo, nuevamente, “se lo pago la semana que viene”

Y Donato volvería a repetir “vaya tranquila señora”, agitando su mano como para alejar la vergüenza de pedir fiado  hasta fin de mes.

La plata nunca alcanzó a los trabajadores, condenados al sobresalto permanente. ¡Nunca!

Entonces, no hacía falta pagaré, tampoco garantía, tan solo la palabra, ese poder infranqueable  que marcaba un compromiso ineludible ¿Qué más hacía falta, por favor, qué más?  

¡¡¡ I-nol-vi-da-bles pedacitos de mi ayer y de mi siempre que tengo clavados como astillas que florecen, acá, en el centro de mi pecho!!!

Trocitos de historia tatuada en mi alma que el paso de los años no logró borrar como tampoco lograría si acaso fuera cierto que uno podría acceder a  otras vidas.



Pasaron los años, Aída y la palabra también  murió, pero por asesinato, creo que fue atenazada por la rigidez y la frialdad del plástico.

Nuestros viejos, en algún sitio, estarán creando nuevos jardines donde el aire se renueve constantemente como en aquellos donde correteaba nuestra infancia jugando a las escondidas. Aire que te pegaba en la cara antes de ser reemplazado por la penumbra de un cuarto entre jueguitos electrónicos insensibles al calor de la mano amiga.



Hoy nos encontramos, Aída, hacía rato que no coincidían nuestros pasos por la calle de siempre y eso que vivimos a pocos metros de distancia.

-Y claro, si cada vez estamos más encerrados, ensimismados, cada uno en su propio cascarón contaminado, te dije cuando me contaste que hace tiempo no me veías.

-Siempre pienso en vos, agregaste.

Y yo no tengo dudas, Aída. ¡No-tengo-dudas!



Sentir tus manos tiernas sobre mis mejillas fue el disparador de recuerdos grabados con el fuego del amor que ustedes nos inculcaron.

Y fijate una cosita, Aída, hoy   reprimí la emoción de decirte  gracias por ser parte de mi vida y permitirme ser parte de la tuya cuando colgaste mi cuadrito pintado con amor, como para que nunca me olvides y supieras cuánto te quise.

¿Te acordás que eso dije eso cuando te lo di?  

¡En cinco minutos quisimos hablar tanto que a uno se le olvidan algunas cosas.

 No, que bah, a vos no puedo mentirte. Es que decir gracias, a veces, hasta nos causa cierto pudor… ¡que tonta soy!



Hacías falta  vos esta mañana, Aída,  para que la maraña de recuerdos tejidos en mis venas se desboque nuevamente danzando un baile de ayeres incrustados.

Claro, viejita, hacía falta verte y hacía falta  que el domingo estuviera como este, porque ¿viste, mi vieja?

El barrio es hermoso pero cuando amanece tan gris el día…


























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