Volaba el
ángel itinerante con sus alitas celestes agitándose despabiladas sobre la aldea pobre perdida en la maraña de la noche cerrada de
un África, donde ni la ilusión se atreve a crear un nido.
Donde no
hay dioses que se animen.
Ni
milagros.
Recorrió
los camastros donde figuras pequeñas, negras, flacas, descansaban del hambre,
del dolor, de la tierra rajada, del
calor sin agua, del olvido.
Era tan
triste la imagen, tan desolado todo, que el ángel agitó sus alas, asustado, y
se alejó presuroso hacia otros lugares.
Encontró
luego las mejillas rosadas de otros niños que dormían su sueño entre cobijas de
algodón y tul inmaculado.
Le gustó
ese lugar y dijo el ángel mientras plegaba los plumones de sus alas:
-Mejor me
quedo acá. Quiero escuchar sus risas cuando la mañana despunte y las flores se
despabilen en las matas. ¡Se me parecen tanto estos pequeños!
-Pero ¿y
los otros niños? ¿Los de pelito enroscado entre la nada? Se preguntó de pronto, preocupado, tapando
con las manitas sus ojos que lloraban.
-No, no,
pensó moviendo su cabeza como queriendo alejar la visión de la otra aldea.
-Mejor me
quedo acá. Ya vendrán otros ángeles por ellos.
Y se quedó
nomás, como si nada.
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