Contador numérico

domingo, 10 de octubre de 2010

XII

 Ayer
                    
                 Casas sin rejas, abiertas,
perillas en la cocina, el baño,
los dormitorios,
los botones no manejaban todo,
tenían límites.

Soldaditos de plomo, muñecas de trapo,
pelotas de trapo, retazos
de algún vestido viejo de las abuelas.

Tele, un rato, primero los deberes de la escuela,
las cuentas con los deditos la mejor vitamina para las neuronas.
Oraciones a mano, sujeto –libre- y predicado,
guardapolvo almidonado para ir a la escuela del barrio,
pública, libre, desatada de dogmas
de culpas y mentiras.

                       Oídos atentos
escuchando a las calandrias, al viento,
a la mosca y su pegajoso tzzzz,
el crujir de la escarcha en las mañanas
de invierno, sin polución.
Y al peligro, si acaso anduviera suelto.

Mamá tendiendo la mesa, con olor a lavandina
y a vainilla y limón del bizcochuelo,
en sus manos ásperas de caricia tibia.
Cada día alguna arruga nueva
en su carita de luna, con ojazos de ternura.

Las arrugas, no ofendían, apenas producían
un mohín al asomarse de prepo,
eran el paso del tiempo que dejaba
sus huellas en su rostro de madre,
de hembra, compañera.

Los menores en la escuela,
a nadie se le ocurría que había que llevarlos presos.

Los padres, en el trabajo y nunca alcanzó la plata para
los trabajadores.
Nunca,
sobraba la honestidad y el calor en el hogar.
                 

                  -Don Juan, después se lo pago-
-Vaya tranquila, señora.
                    Día de cobro, algún lujo en la casa, todos juntos,
                  

                  -¿que le debo, Don Juan? Gracias por todo-
en un altar la palabra, no había mejor garantía
era el  culto de respeto, y gracias un cascabel
que alimentaba a la vida.

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