Nechi
Dorado
Ilustración: obra
gentileza de la artista visual argentina Beatriz Palmieri: “El mantel y las
hormigas”
El pequeño ejército
rumbeaba hacia el enorme parque, como lo
hacía todas las noches a la hora en que la luna se despereza para encender las lucecitas del cielo.
Los diminutos seres sabían
que a esa hora la cocinera sacudía el mantel de hilo bordado a mano, del que
caerían las migajas que sobraban de los suculentos banquetes al que asistían
otros insectos bípedos y de mayor tamaño.
A diferencia de los primeros, estos últimos, por ser de hábitos parasitarios,
carecían de los mínimos conocimientos
sobre lo que representa la organización social y la división del trabajo,
cuestión que tan bien comprendieron los primeros, llevándolos a la práctica a
través del tiempo.
-Caramba, dijo la hormiga
más despierta, la que tenía el espíritu crítico muy desarrollado y que
pretendía inculcar, sobre todo, a las
más tímidas de la organización. ¡Siempre las migas, las sobras, nunca se le caerá un trozo completo!
-Es cierto, respondió otra
con fama de timorata, agregando - pero
tendríamos que dar gracias porque al
menos caen estas migas riquísimas.
-¿Agradecer qué? ¡Tonta! respondió una tercera que gustaba de imitar a la más crítica. ¡Esto es lo que tiran, son sus desperdicios! ¡Es hora de empezar a exigir algo más porque nos
corresponde! ¡Somos tan insectos como ellos! Concluyó exaltada.
-¿Nosotras, con esta
pequeñez qué podemos exigir? Preguntó la timorata abriendo los ojos más de lo
imaginable.
-¡Mil veces tonta! Somos
pequeñas, claro, ¿pero, acaso pueden esos grandulones organizarse como
nosotras? ¿Acaso han dado muestras de sabiduría a lo largo de los años? ¿O es
que no viste como se van destruyendo
poco a poco? ¿No te das cuenta que nos temen tanto que hasta para deshacerse de
nosotros utilizan armas que los van exterminando a ellos también? ¡Son tan
imbéciles como prepotentes!
Mientras se endurecía el
diálogo y algunos soldaditos cargaban las migajas sobre sus hombros
frágiles, en apariencia, los insectos más curiosos formaron una ronda alrededor
de la revoltosa dispuestos a recoger su enseñanza.
Siempre era lindo
escucharla, sobre todo, porque sabían bien que desde su más tierna juventud fue
coherente con sus discursos. No hubo migaja que
comprara su conciencia ni siglo que modificara, lo que sabía, era inmodificable. Solía decir, con total convicción, que el
poderoso siempre es poderoso y lo seguirá siendo hasta que el insecto se
subleve. Y agregaba enfáticamente, que para serlo, debió pisar antes a muchos como
ellos.
-¡Escuchen bien! Exclamó sin temblor en la voz
y convencida de que la hora había llegado y había que asumirlo.
-¡Deberíamos estar
cansados del reparto de migajas que
hasta hoy conformó a algunos, es hora de tomar el comedor por asalto! ¡Estoy
harta de esperar que sacudan sus manteles! ¡Harta de que nos pisen y sigan como si nada! ¡Harta de que nuestros viejos hayan muerto sin
conocer las delicias que a ellos les sobran, siguió arengando!
-¡Sí, sí, sí, estamos
hartos! Apoyaba un coro que cada vez se
escuchaba más fuerte.
Uno a uno, cada miembro
del diminuto ejército se aprestó para cumplir con su tarea. La consigna fue
escuchada y de todos lados comenzaron a aparecer soldados con sus aguijones cargados
de piperidina, esa que hace arder y saltar las lágrimas cuando se incrusta.
A la mañana siguiente,
cuando los dueños de la hermosa casona se encaminaban hacia el parque para empezar su gimnasia aeróbica
diaria, descubrieron la interminable fila de hormigas que como una serpiente
negra recorría el enorme jardín.
-¡Lucía! Gritó con voz de
asco el apuesto dueño de la mansión, llamando a la mucama. ¿De dónde salió esta
cantidad de hormigas? ¿Usted está otra
vez sacudiendo el mantel en el parque? Preguntó bruscamente mientras llevaba su
mano hacia la pierna izquierda donde la piperidina ya había dado muestras de excelente calidad.
La fila seguía avanzando mientras
Lucía comenzó a espolvorear el césped con un potente hormiguicida que le hacía
arder la vista y que caía como fina lluvia letal causando algunas bajas en el
combate desigual. Otra hilera de insectos comenzaba a socavar los cimientos que
mantenían en pie la casona.
-¡Pronto caerá! decían
dándose fuerzas unos a los otros, ¡pronto caerá! repetían los que se sumaban a
la epopeya cargados de esperanza. Sin embargo, no parecían tener apuro aun
sabiendo que la correlación de fuerzas no les era favorable.
-¡Sabrán que no se debe minimizar tanto los derechos
de los más desposeídos! Gritaba un ejemplar tratando de mantener la moral de la
tropa en alto.
Aprovechando la confusión,
la columna que dirigía la llamada revoltosa, había
copado el comedor. Comenzaba a trepar por las patas de la mesa enorme, de
algarrobo lustrado, donde reposaban las sobras del desayuno suculento.
Pasaron muchos años, pasó
mucho coraje y mucha bronca. Hasta donde pude saber no volvieron a caer migajas
del mantel de hilo blanco bordado a mano. Me parece que en realidad ya no hizo
falta.
Metros más adelante, desparramados
sobre el césped yacían los escombros de lo que en algún momento parecía haber
sido una hermosa casona. La luna, ya desperezada, comenzaba a encender las lucecitas del cielo.
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